Capítulo 10 ~ Las ventas en la capital ~
- Skale Saverhagem
- Apr 3, 2014
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Updated: Nov 13, 2024
Mientras Hakon entrenaba en el bosque de Kradenhur, el grupo de Aiye, Monte y Nerón estuvieron lidiando con los peligros y amenazas de lo que para ellos era la gran ciudad. Leinesch, que se extendía por el valle hasta mucho más allá de lo que Khorill se podía haber extendido por el bosque, ofrecía extraños desafíos esperando ser descubiertos. Ésta es la pequeña historia de tres jóvenes de pueblo explorando la capital.
Aunque los tres no estuvieran exactamente igual de entusiasmados con la idea.
– Deberíamos ponernos en marcha – repetía Aiye entre la multitud –, ¡vamos! ¿Qué estáis haciendo ahora?
No tenían ni idea de dónde empezar a buscar. Sin embargo, la pelirroja estaba decidida a no rendirse a pesar de las dificultades. Independientemente de que éstas no hicieran más que aumentar de un modo tan desproporcionado como ridículo. Dificultades normalmente asociadas a Monte.
– Hmhmhm... – sonreía el ladronzuelo agitando lentamente el dedo índice – Aiye, Aiye, esto es Leinesch, la capital. Aquí se cuece todo lo que se come, el ambiente está caliente, las calles brillan de día y de noche. ¡No debemos desaprovechar esta fenomenal oportunidad!
– ¿A qué te refieres...? – le preguntó inocentemente Aiye.
– Por supuesto, me refiero a...
Ahora caía. En aquella ciudad tan grande podrían encontrar una manera apropiada de orientarse. Si era cierto que Hakon había estado allí, era imposible que no hubiera dejado algunas pistas de su paso por la ciudad. Después de todo era Hakon, alguien tenía que haberlo visto forzosamente. Y aún en el improbable caso de que no, la civilización era el mejor lugar para encontrar mapas, indicios o alguna cosa que les llevase a averiguar o incluso predecir los movimientos de su amigo el aprendiz de paladín. Eso debía ser lo que quería decir.
– … ¡¡abrir aquí mi puesto de palillos!!
Pero eso fue lo que dijo. Lo más curioso de todo fue que según lo decía le había dado tiempo a sacarse el puesto de debajo de su capa de ladrón y a montarlo en medio – o puede que no literalmente el medio, de hecho quizá fuera más bien en una esquinita – de la plaza principal de Leinesch. De dónde había sacado aquel puesto en primer lugar era para Aiye, y posiblemente incluso para Monte, un misterio irresoluble. Pero lo cierto es que allí estaba, intentando inaugurar su negocio en la capital y dar a conocer su increíble producto.
Aiye no se veía capaz de procesar todo aquello. Más bien quería procesar al ladrón y hacer paté de Monte Fuji. Decidió que, si quería encontrar pistas sobre el paradero de Hakon, tendría que ponerse a buscar sola. Ella ya no tenía ganas de discutir ni enfadarse más.
– Ahí te quedas, yo voy a ver si hago algo de provecho – decía mientras dejaba a Monte en la plaza.
Desde atrás le llegó un grito de su amigo fullero.
– Oye, ¿y Nerón?
– ¡¡A nadie le importa Nerón!! – la pelirroja ya no podía contener más su rabia, así que se fue cabreada hasta desaparecer de la vista del joven ladrón mientras le propinaba una patada a una gallina que había en la calle.
Nadie había visto a Monte tallar todos aquellos palitos que ahora exhibía en su puesto, pero el hecho era que estaban allí, listos, según él, para ser vendidos. Detrás de los cuatro maderos mal clavados que conformaban el improvisado puesto de venta, el ladrón y actual intento de empresario estaba listo para el espectáculo.
– ¡¡Vaaaaaaaamos, allá!! ¡Comprad los fantásticos palitos de la alegría! ¡Todo el mundo quiere uno, o dos, o quiniennnnntos! ¡No seáis tímidas, muchachas! ¡Comprobad la maravilla de este revolucionario producto que además cabe en la palma de la mano! ¡¡WAHAHAHAHAHA!!
Así durante un amplio rato; Monte era un trabajador incansable cuando se trataba de proyectos descabellados que le interesasen, pero allí no se acercaba nadie. Es más, se había producido un curioso efecto por el cual el espacio vacío en la plaza se había ido concentrando todo alrededor del puesto de Monte. No era de extrañar, la gente común no solía querer acercarse a alguien de aspecto tan dudoso, maneras escalofriantes, que se emborrachaba con el solo olor del vino y que más de una vez había sido aludido irónicamente como un “compendio de virtudes” por aquellos que lo conocían; incluso por aquellos que no lo conocían.
El ladrón, ahora comerciante, no pensaba rendir su franquicia tan rápidamente, eso era impensable; no sólo Hakon era capaz de perseverar hasta el absurdo, al margen de la naturaleza de sus objetivos. De hecho, Monte era un gran y experto perseverador... el único problema residía en que nadie comprendía la nobleza de sus perseveraciones. En su caso se le daba genial perseverar en ser vago, ratero e irresponsable. Ahora estaba a punto de hacer un gran avance abriendo el negocio del siglo y todos se iban a cagar.
Pasó por allí casualmente alguien con la osadía o inocencia de acercarse lo suficiente como para ser advertida por el ladronzuelo. Era una niña pequeña, monísima y con trenzas rubitas.
Aquella sería su primer cliente.
– ¡Ajá, una señorita que entiende, sabe lo que quiere y todas esas cosas! – dijo Monte acercándose a la niñita – ¿Has venido a que te venda uno de mis palitos de la alegría? ¿A que sí?
La niña observaba la expresión deforme del ladrón mientras permanecía en silencio.
– ¡Por supuesto, – continuó, dando por hecho que aquel silencio era elocuente por sí solo y sólo podía significar un asentimiento evidente – son tan baratos que hasta las niñas pueden comprar uno! ¿Sabes cómo se utiliza?
El curioso objeto de madera apareció ante los inocentes ojos azulitos de la niña, que lo observaban con sorpresa y extrañeza mientras ella movía lentamente la cabeza hacia los lados.
– ¡De acuerdo! Por esta vez, no te cobraré la explicación. Acompáñame, churrina...
Monte Fuji debía ser, en otros universos y realidades, la visión arquetípica que alguien tiene cuando le dice a sus pequeños que no deben aceptar golosinas de desconocidos. Como sea, el pintoresco ladronzuelo anduvo alegremente con su jovencísima primera cliente a una calleja estrecha, lejos de indiscretos que los observasen. Después de todo, había que proteger el negocio.
Aquel callejón estaba ciertamente desierto. Y era sombrío, lo cual ayudaba a atenuar la presencia de Monte.
– Observa con atención, churrina – decía orgulloso el ladrón –. Primero de todo, debes hacer como si fueras a hacer pis... ¡porque de eso trata la función especial del producto! Observa, ¡ajá, estupendo! Ahora usaremos el palito de la alegría y con él...
Monte estaba extasiado con su propia explicación. Tanto era así que no se percató de que alguien lo estaba viendo desde atrás. Alguien con armadura y alabarda, concretamente.
– Eh, ¿has visto tú a...? – comenzó a decir el guardia, momento en el cual Monte se dio la vuelta con su palo y dejó a la niña a la vista, que ahora se encontraba sonriente con los pantaloncitos bajados – ¡Oye! ¡¿Qué leches está pasando aquí?! ¡¿¿Qué haces con esa niñita??!
Aquel fue el momento en que Monte supo que había llegado la hora de correr. Con un sudor helado saliéndole del cogote, el ladrón se escabulló del enorme guardia con la rapidez de un gato atrapado en una bolsa, pudiendo escapar y confundirse entre la multitud que parecía que nunca abandonaba la plaza central.
*******************************
Aiye, por su lado, intentaba encontrar algo que pudiera llevarlos hasta Hakon. Sin embargo, la ciudad la tenía completamente desorientada. Había demasiada gente apretada en poco espacio, corriendo siempre a todos lados sin ningún objetivo aparente más allá que el de estar ocupados. Para la joven de pueblo, todo aquello era absurdo y demencial... no le extrañaba que Monte hablara siempre bien de ello. El ladrón tenía la horrible costumbre de aparecer de nuevo cuando por fin te habías conseguido olvidar un poco de él, bastaba un solo pensamiento fugaz para atraerlo de vuelta como si fuera un piojo de metro sesenta.
Entonces algo chocó con Aiye que la hizo rebotar contra la persona que iba detrás y darse de narices otra vez con quien fuera que había chocado con ella. O sea, con Monte.
– ¡Maldita sea! – se quejó ella – ¿No ibas a dedicarte a tus cosas? Me has dejado la nariz toda roja...
– ¡Que nadie me vea, las calles ya no son un lugar seguro! – decía el ladrón mientras se tapaba de manera histriónica – Esta ciudad está en estado de alerta.
Dudando sobre si el ladronzuelo hablaba en serio o ya andaba borracho, Aiye le preguntó insegura lo que ocurría. Antes de tropezar con ella, el ladrón había estado recorriendo las calles de la ciudad mientras escapaba de la guardia y en su escape se había ido topando con que había más vigilancia de la habitual y todo el mundo tenía cierta actitud de caos generalizado. En cuanto a qué había pasado con su puesto de palillos, la joven prefirió no preguntar.
– Nada sobre adónde ha ido Hakon, ¿verdad? – preguntó entonces Monte, obteniendo como respuesta un coscorrón de Aiye.
– ¡No me toques más las narices! – dijo ella, calmándose tras propinar el golpe – Por cierto, ¿has visto a Nerón?
Una voz sumisa y lejana sonó detrás de Aiye.
– Estoy aquí... – el joven druida había estado ahí todo el tiempo; de hecho, tenía un enorme cardenal en la cara de cuando Aiye rebotó contra él.
Lo que Monte había dicho era verdad, había muchos guardias por la calle. Un grupo de ellos pasó por allí en ese instante, de hecho, aunque había demasiada gente como para que ninguno de ellos se fijase en el ladrón. De hecho, cualquier ser humano solía evitar fijarse en Monte por puro instinto y el caso es que Monte parecía haberse olvidado de los guardias y de la gente en general. Pero no era aquella una cuestión sobre los efectos que Monte producía en la gente o viceversa, sino sobre lo que Aiye creyó escuchar de la conversación de los guardias... no gran cosa, porque enseguida el joven ladrón tiró de ella y de su amigo el druida de modo que de inmediato estuvieron lejos de aquel lugar y de los soldados.
– ¡Ah, Monte, déjame! – gritaba la pelirroja entre el océano de murmullos ajeno a ella y a su situación – ¡Quiero oír lo que dicen! Creo que estaban hablando de un fugitivo... ¡ah!
– ¡Compañeros y amigos míos camaradas! – gritaba el ladronzuelo con brío y ceremoniosidad – Esto es la capital y sería imperdonable salir de aquí sin conocer los exóticos disfrutes que... – Aiye volvió a golpear al ladrón – ¡¡o sea que yo, Monte Fuji, os voy a llevar de farra!! ¡WAAHAHAHAHAHA!
Aiye tenía la impresión de estar volviéndose loca por momentos. Incluso se le había ocurrido que la locura ya había entrado en ella hacía tiempo y que poco a poco se había ido introduciendo en los rincones más inusitados de su ser, invadiéndola sutilmente como la sombra de un espectro. Era como cagar hacia dentro.
Durante todo aquel día estuvieron guiados por el ladrón hacia variedad de tabernas, bares, tascas y otros lugares similares. Y puesto que el día ya estaba mediado, continuaron durante la noche. Aiye estaba impaciente y desesperada, pero la inercia de los otros dos tiraba de ella, por no hablar de que, aunque pudiera ser muy en el fondo y por simple instinto vital, incluso ella sentía curiosidad por todo aquel universo de colores. En cuanto a Nerón, la iniciativa nunca fue lo suyo fuera del druidismo, así que la única fuerza motriz del grupo era, por desgracia o suerte, el incombustible y autoproclamado experto urbanita Monte Fuji.
– ¡No hay que preocuparse, WAHAHAHA! – decía el ladronzuelo gritando como un descosido – Ahora estamos todos aquí, y ya está, ¡lo único que importa es el presennnnte!
Cuando se ha hablado múltiples veces de que Monte se emborrachaba sólo con oler el vino no se trataba de una exageración o figura retórica de ninguna clase. Literalmente, el olor de cualquier clase de alcohol bastaba para meterlo en la más honda y delirante de las borracheras. Y, aunque el Monte borracho no se diferenciaba en lo básico del Monte sobrio, sí era verdad que el estado de embriaguez magnificaba todas las características de la montedad que, por lo general, exasperaban a la siempre responsable y lúcida Aiye.
– Ya vale de oler vinos, leñe... – decía ella mientras, junto con el servicial Nerón, ayudaban a su fullero amigo a caminar por la calle nocturna – ¡Anda, mira! Una posada... hala, vamos; a más de uno le hace falta dormir la mona.
– ¡A mí no, malvado helado de fresa! – decía el ladronzuelo – Essso tendrás que discutirlo con mi abogado. ¡Nerón, díselo!
Después de una noche entera de cansancio, Aiye había cruzado sus límites mentales hacía ya tiempo y navegaba ahora a la deriva; estaba demasiado agotada para ponerse a chillar y demasiado desquiciada como para realmente desquiciarse. Nerón hacía tiempo que parecía más dormido que despierto. En tal estado, ambos los dos agarraron con firmeza al ladrón y entraron en aquella posada de aspecto amable, con la puerta aún abierta y una luz pequeñita en la ventana.
Un posadero con aspecto de respetable padre de familia les atendió en cuanto se fueron desplomando sobre la primera mesa que encontraron.
– ¿Deseáis una habitación, chavales? – viendo el hombre que casi podían ponerse a dormir en la mesa, casi se sintió ridículo preguntando aquello. Aún así, las prioridades de Aiye parecían ir en otro sentido.
– La cena, por... favor – dijo la muchacha con la cara pegada a la mesa y un hilito de voz.
En la posada no había mucha gente. De hecho no quedaban más que el posadero, los recientes tres visitantes nocturnos, un par de gordos barbudos en la barra y la hija del posadero, a la cual su padre había ido a despertar para que le ayudase con la cena de sus nuevos inquilinos.
Y la cosa fue que, con la llegada de la comida, pareció despertar de nuevo la energía en los tres viajeros.
– ¡¡Aaaagh!! – lloraba Aiye sin parar por ello de engullir lo que le traían – ¡¿Por qué he tenido que acabar aquí perdida y con dos atontados como éstos?! ¡Yo sólo quería... sólo quería...! ¡¡AAAAAAAAHH!! ¡¡No me acuerdo!!
Monte también se ventilaba con avidez todo cuanto manjar se ponía a su alcance, incluyendo gran parte de la destinada a Nerón. El aprendiz de druida estaba un poco más despierto, pero conservaba la calma y serenidad de un muerto.
– Queríamos encontrar a Hakon, ¿no? – decía él sin prestar atención al desvalijamiento metódico que estaba teniendo lugar en su plato por parte de su amigo el ladrón.
– Eso también – suspiró ella –, pero al paso que vamos no le alcanzaremos nunca.
En ese momento, la hija del posadero llegaba por detrás con un plato de pollo asado. Oyendo la conversación de los tres amigos, giró la cabeza hacia su mesa y dijo:
– ¿Por casualidad ese Hakon al que queréis encontrar era un joven alto y delgado que viaja con un montón de chatarra vieja a cuestas?
Aquella descripción coincidía asombrosamente con la realidad. Sólo le molestó a Aiye que aquella chiquilla se refiriese al equipo de su tienda como un montón de chatarra vieja. Que fuese o no verdad era otro asunto, estaba hablando de SU tienda.
Como resultado y durante otra de sus excursiones a platos ajenos, Monte se llevó un puñetazo en la cara.
– ¿Qué sabes de él? ¡Dínoslo, por favor!
Aquella súbita reacción trastornó a la joven hija del posadero, que resultó ser la misma que hubo atendido a Hakon y al hechicero cuando estuvieron en la ciudad. Y a pesar de que Aiye le inspiraba bastante temor y a Monte prefería, como preferían por lo general el resto de mujeres1, no mirarlo, incluso en esas circunstancias alguna empatía secreta le inspiró a responder solícita a la pregunta de la pelirroja.
– Alguien así estuvo hace unos días en esta posada – dijo con cierta timidez y una clara y dulce voz –, iba con otro hombre... Creo, humm...
Un claro resplandor iluminó entonces el ahora reluciente rostro de Aiye, tanto que apenas se parecía a la chica de aspecto desmejorado que había estado en su silla hace un instante.
– ¿Qué? – preguntó con una clara sonrisa – ¿Sabes adónde ha ido? ¿Cómo encontrarle? ¡Vamos, dinos!
La posadera trataba de hacer memoria, con los grandes ojos mirando hacia arriba y un delicado dedo apoyado bajo el labio inferior.
– Creo que se fue sin pagar la cuenta.
Todo el cansancio llegó entonces al cuerpo de los tres viajeros, especialmente de Aiye, el cual hizo que los tres se cayeran del taburete al suelo con un gran estruendo.
– Maldita sea – las ojeras y expresión de agotamiento eran de nuevo patentes en la cara de Aiye –, ¿eso era todo? – el cansancio le impedía cabrearse, así que dio un nuevo suspiro y se calmó mientras volvían a sentarse en su taburete – Bueno, por lo menos ahora ya sabemos que estamos en el buen camino.
Pero antes de terminar la frase, el ladrón que tenía al lado y que se había zampado ya dos cenas y media interrumpió de repente a su compañera de pelo rosado.
– ¡Ajá! ¿Lo viste, qué os dije yo? Hakon estuvo aquí mismo, en Leinesch. Por supuesto, yo ya lo sabía, no por nada soy el gran Monte; pero tú eres una mala mujer que no es capaz de confiar en un hombre de mundo como yo... ¿A quién se le ocurrzzzzzzz...?
Parecía que no, pero el sueño también atacaba a Monte Fuji de vez en cuando. De todos modos, aquello quería decir que Hakon ya no estaba en la ciudad, pensó con trabajo Aiye. Seguían estando perdidos al final.
– ¿Necesitáis alguna otra cosa? – dijo desde atrás la posadera con su voz apacible.
Aiye rugió de inmediato.
– ¡¡Pírate de una vez!! – y la pobre posadera se llevó un susto tal que casi se cae de espaldas también – ¿Ahora qué hacemos? Ni siquiera con un mapa podríamos saber con certeza adónde se ha ido. ¿Conoces alguna ruta de carretas u otra ciudad a la que pudo haber ido? – pero su amigo estaba durmiendo sentado – ¡Escúchame cuando te hablo! – y le tiró un tenedor a la cabeza.
Entonces Nerón, que había permanecido callado como de costumbre, dijo algo inesperado.
– Creo que yo vi a Hakon irse cuando llegamos... hacia el noreste, me parece.
Aiye se abalanzó entonces sobre el pobre druida, aunque de forma más suave que de costumbre debido al agotamiento.
– ¡¿Cómo esperaste tanto para decirlo?! – le presionó ella.
– Acabo de acordarme ahora – respondió él calmado como un lago –, tampoco estoy seguro de que fuera él, pero...
La frase tuvo que quedarse ahí, pues de inmediato Aiye soltó a su compañero hacia atrás de la emoción, momento en que el joven druida de cabello rubio volvió a caerse del taburete con toda su tranquilidad.
– ¡Perfecto, – dijo alzando la voz la pelirroja – al fin una pista decente! ¡Vamos, tenemos que irnos cuanto antes y alquilar un carruaje que nos lleve al noreste! ¡Monte, ¿cuánto dinero nos queda?!
– Nada – respondió el ladrón con su natural efusividad.
– ¡¿Cómo que nada?! – quiso saber Aiye de inmediato – ¿Y el saco que teníamos? No me dirás que lo has perdido por ahí...
También estaba, por supuesto, el tema del negocio de los palos, pero Aiye tenía más bien pánico a que el ladronzuelo hablase sobre ello otra vez. Pero lo que no pensaba o más bien no quería pensar era que aquella falta de dinero estuviera relacionada precisamente con el innovador negocio de su compañero.
Monte les relató entonces que, cuando estuvo escapando de la guardia y antes de encontrarse con Aiye, se había encontrado con la madre de la niña a la que intentó vender su producto y, con el fin de evitar que lo encerraran a causa de las acusaciones de aquella mujer, le ofreció dinero con tal de que se olvidara del asunto. La madre miró entonces a Monte y después al dinero, como si en efecto le diese un asco supremo aquel individuo y todo lo que había en contacto con él; sin embargo, asqueada cogió igualmente el dinero y se fue.
Por supuesto, aquello implicó también contarle a Aiye acerca de la niña, lo cual casi le cuesta al emprendedor ladrón y comerciante un nuevo golpe en la cabeza, esta vez con un taburete. Lo más curioso era que no logró encontrar su puesto ni tampoco los palitos que con tanto amor había tallado.
– ¡Mis pobres palitos de la alegría! – terminaba Monte su pequeño relato a lágrima viva – No he podido vender ni uno... ¡esta ciudad está llena de desgraciados!
– Como uno que yo me sé – le reprochaba Aiye –. Hasta hace bien poco te encantaba la ciudad... Ahora centrémonos en lo bueno.
Al ladronzuelo se le secaron las lágrimas de inmediato.
– Tienes razón – dijo con una pequeña sonrisa –, todavía conservo mi patente.
Y al decir esto, Monte se hurgó en los bolsillos de la capa hasta que encontró allí el origen de sus esperanzas, el palillo primigenio; pero antes de poder sacarlo y exhibirlo con orgullo, vio por el rabillo del ojo cómo Aiye abandonaba la posada con Nerón agarrado por un brazo. Una corriente de aire agitó suavemente la raída capa del ladronzuelo y, tras una diminuta pero amplia pausa para poner sus pensamientos en, cuando menos, un caos organizado, salió tras sus dos amigos lo más rápidamente que su agotamiento le permitía.
– Una lástima enorme – pensaba el ladrón mientras perseguía a sus dos compañeros por las calles iluminadas de la capital –. Si Hakon se quedó aquí sin pagar, nosotros podíamos haber hecho lo mismo.
Así fue como, con unas ojeras que no veían y acarreando todo el cansancio de la curiosa juerga, los intrépidos viajeros de Khorill se disponían a dejar la ciudad de Leinesch tras haber degustado sus innumerables oportunidades. Esta vez, la amiga de infancia de Hakon tenía una fuerte corazonada; yendo en la dirección que Nerón había dicho, al fin acabarían encontrándose con su amigo, aquél al que en su pueblo ya todos llamaban “el caballero que acabó con el mundo”.
Mientras tanto, nuestro inexperto continuaba con su heroica misión para convertirse en un auténtico caballero...
Notas y aclaraciones:
1Y de hombres. Y de gatos.
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