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Fairy Lights

Capítulo 11~¡Asalto en el puerto de Lir! La primera prueba para los héroes~

  • Writer: Skale Saverhagem
    Skale Saverhagem
  • Apr 6, 2014
  • 23 min read

Updated: Nov 13, 2024






La pradera se abría infinita a los esperanzados pasos de Hakon Átekhnos, quien, tras haber pasado innombrable tiempo entrenando, se hallaba ahora lleno de sentimientos de grandeza heroica mientras avanzaba a través del amplio paisaje, sus verdes colinas y su estupendo cielo de hermosas nubes... y cada vez con más gaviotas.

– ¡Agh! – dijo el hechicero – Ya me han vuelto a cagar... ¡esta capa les actúa como un imán, pájaros malnacidos!

Kanth se había ocupado de guiar al inexperto a través del bosque y ahora abría el paso de la expedición por las praderas. Su destino sería un pequeño pueblo portuario que guardaba una relación de comercio con Leinesch y otras ciudades, pero en que la afluencia de gentes de otros lugares más allá del océano hacía más sencillo maniobrar con cierta libertad sin ser vistos por algún indiscreto. Para el oscuro y experimentado hechicero, el puerto era también una invaluable fuente de rumores y toda clase de información mundanal; sería una buena forma de ponerse de nuevo en contacto con la actual situación que atravesaba el mundo, hasta ese momento aún bastante ajeno al destino que le amenazaba y, ya de paso, encontrar buenos guerreros que ayudasen a su inexperto discípulo.

– En el puerto habrá muchos barcos – decía Hakon con el convencimiento de un investigador ante ruinas desconocidas –, ¿cuál vamos a coger? ¿Adónde iremos, eh? ¡Cuéntamelo, vamos...!


– ¡No vamos a coger ningún barco! – respondía el hechicero mientras trataba de limpiarse la capa de la cagada de gaviota – Cuando hayamos averiguado en qué situación se encuentra el mundo y hecho algunos recados, seguiremos nuestra ruta hacia el Este, hacia la parte más antigua del continente.


– Aaaaaah... – comentó Hakon con su usual sabiduría – ¿Y allí qué hay, Euterpes?


– Puedes llamarme Kanth – dijo secamente el hechicero –, sólo ten cuidado de no decirlo muy alto cuando entremos en una cuidad. Allí se encuentran algunas cosas que has de ver y conocer, y que te prepararán para encarar el poder de la corrupción. Además, como estaremos lejos de la autoridad comarcal podremos viajar más deprisa.

– Por no hablar de lo que te gusta corretear tras las chavalas de la región, hohoho – dijo Kradenhur.

– Exacto, son... – el hechicero paró en seco y se giró – ¡¿qué leches haces tú aquí?!

Al darse Hakon la vuelta, vio al alto y anciano druida con una expresión sonriente dentro de su habitual e inamovible cara de perro. O de cabra, para el caso. La cuestión es que allí estaba en toda su altura y ancianidad, que realmente no eran pocas, llevando en una mano su bastón de madera y en la otra un saco de tela gris.

– Está claro, ¿no? – dijo el viejo elfo – Te había dicho que aún me quedan cosas que enseñarle a tu estúpido discípulo.


– Eso no explica que nos hayas estado siguiendo en silencio todo el camino – le espetó Kanth con cara de acusación indiscutible.


– Nadie me preguntó nada – declaró Kradenhur –. Además, en el puerto podré aprovechar para vender algunas hierbas, ¡mirad cuántas traigo! Son muy buenas...

Kanth seguía mirándolo con incómoda suspicacia. Definitivamente, pensó entonces Hakon, Kradenhur traficaba con hierbas adictivas. En aquel saco, casi tan gris como la piel del viejo elfo, debía haber suficientes como para pagar la comida de medio año. Con razón nunca salía el druida de su cabaña en el bosque.

– Haz lo que quieras – concluyó el hechicero con evidente mal humor –. Continuemos con el camino, quiero que lleguemos antes de termine de subir el Sol.

Allá fueron, pues, en compañía ahora del viejo e inexpresivo druida, hechicero e inexperto bajando las colinas en dirección al océano.


– Ya son ganas de correr – suspiró Kradenhur; y emprendió de nuevo un lento caminar procurando que los otros dos no perdieran a su nuevo compañero.


*******************************


Bajo el manto del alba como único abrigo y un lecho de paja como colchón, Aiye, Monte y Nerón viajaban en una carreta de granjero que partía desde Leinesch para hacer negocios en otros pueblos y ciudades de la comarca.

– ¿Estás seguro de que ha sido buena idea? – preguntó Aiye a su amigo el ladronzuelo – No quiero acabar en otro pueblo como aquel, tan lleno de gente.

– Tranquila, jefa. Todas las carretas que salen de la ciudad acaban llegando al puerto. ¡Seguro que allí encontraremos a Hakon!


– No sé yo cómo puedes estar tan seguro – suspiró ella –. Además, tengo sueño... y con este frío no puedo dormir. Me pregunto cómo lo hace él...

Nerón había estado durmiendo sin temores desde el inicio del viaje, abrazado a un pequeño montón de paja y con la patente de Monte haciéndole de almohada.

– Me parece que voy a tener que tallar algunos más. ¿Podemos bajarnos en cuanto haya un árbol?

Pero la mirada de Aiye sugería que, si se bajaba, lo haría de un patadón y no volvería a subir. En su interior, esperaba poder reunirse con Hakon muy pronto. Después de todo, habían estado juntos desde que nacieron. Con ese pensamiento y el vaivén de la carreta, sus preocupados ojos azules se abrieron entonces, en pleno día, al mundo de los sueños.


*******************************


Otra cosa no habría, pero el puerto de Lir, la noreste de la comarca de Leinesch, estaba lleno de marineros y, por lo tanto, de tabernas. Según llegaban los barcos, portadores de inusuales mercancías procedentes de más allá del océano y de otras menos inusuales pero hechas hábilmente pasar por valiosas por los comerciantes, todos los marineros acudían a las tabernas mientras esperaban, sin ninguna prisa, a que se realizasen las maniobras de descarga en los astilleros. Entre ellos siempre había soldados de fortuna, conocidos también con el nombre de mercenarios o cazarrecompensas, gente destemida a la que contrataban para defender a la tripulación y, más importante aún, a la mercancía, de los múltiples desastres que pueden acontecer en alta mar... pero, muy especialmente, de los asaltos de los piratas y otros posibles bandidos.

Pero a la taberna no iban solamente a beber aquellos mercenarios que tenían trabajo.

– ¡¡AAAAAAAGH!! – onomatopeya de beber cerveza, onomatopeya de posar la jarra en la mesa con brutalidad – ¡Hasta las narices me tiene ya este sitio! ¡¿Es que no va a haber nadie que nos contrate?!


– Hombre... – dijo otro hombre – por lo menos aquí nos fían el alcohol. En la otra tasca nos echaron por no pagar, ¿ya no te acuerdas?

– A mí estar así todo el día me da sueño... – dijo una mujer.


Se trataba de un grupo de tres aguerridos guerreros, dos hombres y una mujer, que se dedicaban a trabajar como soldados de fortuna y con ello habían recorrido gran parte del mundo conocido. Ahora, la situación no parecía muy prometedora para ellos, se les había terminado el dinero y nadie los había vuelto a contratar.

– Por aquí se fían demasiado de la guardia – se quejaba el primero de ellos, un hombre bastante alto de pelo negro, nariz aguileña y barba mal afeitada que vestía lo que en su día debió ser un elegante atuendo de noble o mercader, pero que ahora estaba tan ajado que parecían las ropas que un pordiosero se había encontrado tiradas por ahí –, se nota que no han estado mucho fuera. Capullos...

El otro hombre, un tipo fornido de cejas gruesas y con un aspecto más bien gañanil, salvo por un lunar bajo el ojo izquierdo que le confería una elegancia cómica a su, por lo demás, tosca apariencia, también llevaba un afeitado chapucero y vestía con andrajos... pero, en este caso, se reducían a algo que algún día pudo ser llamado pantalón y a una especie de bufanda enorme de un color incierto que no llegaba a cubrirle del todo su peludo pecho.

– Ya... – afirmaba él hacia su compañero mientras se terminaba su cerveza – además, ni siquiera con capaces de hacer un buen licor. Debería ir ahí atrás y enseñarles un par de cosas, cago en la leche.


– Pues ve, hombre... – respondía la mujer, recostada sobre la mesa y con aspecto de aburrirse mucho – No tenemos otra cosa que hacer, así que...

La última de ellos era una chica de aspecto joven y un pelo castaño que le caía en dos flecos a ambos lados de la cabeza. Aunque tampoco gastaba su presupuesto en ropajes, los suyos tenían un aspecto menos pitañento que el de sus compañeros, posiblemente porque no le gustaba demasiado el ejercicio. A pesar de ello, estaba delgada como una sílfide, con un cuerpo que apenas semejaba diferenciarse del de una preadolescente. Tanto ella como el hombre de la bufanda llevaban una pañoleta desteñida en la cabeza para protegerla del Sol... aunque dentro de la taberna la llevaban simplemente por inercia. El más alto de ellos era también el más duro, de modo que nunca necesitó proteger su cabeza, ya fuera por poseer una resistencia colosal o porque allí dentro no había mucho que proteger. Aquellos tres mercenarios eran, probablemente, los mejores que cualquier armador podía encontrar en el continente de Arkhonia en aquel momento; lo cual quizá no estuviera diciendo nada bueno de la situación que atravesaba el continente.

Entonces la puerta de la taberna chirrió al abrirse y por ella entró un hombre rudo de andares patizambos, seguido posteriormente por otros dos, uno achaparrado con una melena que le empezaba bajo la calva y otro que blandía una alabarda que parecía ser más grande que él. Los tres fueron directos a la barra del local, ignorando por completo al grupo de mercenarios de la mesa. Mas los mercenarios, estando tan aburridos, decidieron fijarse y ver a qué andaba ese nuevo trío que acababa de entrar.

– ¡Mierda, Renart! – gruñía el que había entrado primero – Estoy harto de todo... ¡¿cómo se les ocurre largarse así, eh?!


– Cállate de una cochina vez, Fasohl – respondió el calvo –. Si Tunx y Khordus se fueron es porque eres un cateto y hueles mal...


– ¡A la mierda ya! – dijo Fasohl con suma elocuencia – Si no les gusta, que se piren... pero aquí el que peor huele eres tú.


– ¡Es un defecto congénito, maldita sea! ¡¿Te vas a burlar ahora de mi familia?!

– Ya vale, ¿no? – intervino el de la alabarda – Por lo menos, deberíamos permanecer unidos.

– El chaval tiene razón, mierda – dijo Fasohl calmándose –. No es como Tunx... ¡¡Somos una piña, maldita sea, una piññññña!! ¡Camarero, cerveza de una maldita vez!

Un hombre calvo y con bigote trajo unas jarras mohosas y las llenó de algo que, si no parecía, desde luego olía a pis de perro.

– ¡En la decadencia es cuando se reconoce a los verdaderos camaradas! – decía Fasohl emocionado, cogiendo una jarra y bebiéndose el curioso contenido de un sorbo – Ahora hay que ver a qué imbécil podemos asaltar y después... ¡¡DESPUÉS!!


– ¿Después? – quiso saber Renart, también con su jarra en la mano.


– ¡Algo! – resolvió el jefe de la banda – Ahora, salgamos de aquí... este antro huele peor que tú.

Y diciendo esto, Fasohl tiró la jarra y emprendió de nuevo el camino hacia fuera, seguido sin prisa por el hombre de la alabarda. El gordo Renart terminó de beber de su jarra y, tras dejarla en la barra de costado, siguió a sus dos compañeros hacia la salida, que era también la entrada, de la taberna.

– ¡He dicho que no insultes a mi familia, maldito anormal! – decía corriendo todo lo que le permitían su enorme barriga y sus cortas piernas.

Y de repente, la paz volvió a aposentarse en la pequeña taberna portuaria, en la que el grupo de abatidos mercenarios seguía cargando alcohol a su cuenta como si el tiempo fuera algo que les pasa a otros. Probablemente jamás tendrían que volver a ver al trío de mugrientos que acababa de salir del local. Mucho mejor, pensaban, ya que a ninguno de ellos les gustaban los asaltantes de caminos. Además, aquellos eran realmente feos... Lo positivo de aquel asunto era que, según corría el alcohol por sus gaznates, se iban olvidando de aquella pintoresca escena como de tantas otras acontecidas en su presencia en aquella modesta taberna.


*******************************


A pesar de que aquel día no había casi barcos, el mercado estaba lleno de puestos dispuestos a vender todo lo que las buenas gentes estuvieran dispuestas a comprar. Ese mismo día fue cuando Hakon hizo su entrada triunfal en Lir, acompañado por supuesto por sus dos heroicos aliados. Kanth hizo que se parasen frente los puestos de armamento, con la paciente intención de encontrar alguna mercancía no demasiado cara pero que valiera la pena. Por supuesto, la mercancía sería para Hakon, pero el que pagaba era Kanth, de modo que no tenía ninguna prisa por negociar un precio conveniente para él.


– No entiendo por qué no trajimos la espada que usaba en el entrenamiento... – se quejaba Hakon.

– Porque esa espada era mía – ronqueó Kradenhur por detrás.


– Anda, – se volvió Hakon, ignorando ya por completo las transacciones que el pobre Kanth intentaba hacer para él – ¿tú tienes espada?

Por alguna razón desconocida para la mayoría de quienes se habían topado alguna vez con Kradenhur, incluyendo al propio Euthanasius, el anciano druida coleccionaba espadas; de hecho tenía una alcoba en su cabaña llena de ellas. Decir llena quizá era pasarse, pero aún así allí había espadas de toda clase. El anciano las guardaba con inusitado celo, tanto era así que prefería tener que enseñar sus secretos sobre herborística a que alguien tocase una de ellas.

– Contéstame... – insistía el inexperto.

– ¡Maldita sea, cállate de una vez! – intervino el hechicero a sus espaldas, ya que ahora Hakon se encontraba de espaldas al mercado – Hakon, ven y echa un ojo a esto, ¿quieres?


Enseguida el inexperto se giró de nuevo hacia su maestro y escudero, que le indicaba que mirase aquello que el mercader les estaba mostrando. El problema era, descubrió Hakon al fijarse por primera vez en el tenderete, que allí había tantas cosas interesantes que uno no podía mirar solamente una. Una súbita emoción recorrió entonces los sentidos del inexperto; ahora toda aquella mercancía había captado toda su atención. Allí había de todo, alforjas de cuero con hebillas de bronce, cascos abiertos y cerrados, una lanza de caballería tan enorme que no parecía poder con ella ni el caballo, incluso varias espadas con joyas incrustadas que parecían talmente el arma destinada a un héroe salvador del universo o al emperador de los mares.

Aquel repentino cambio de actitud cogió desprevenido al siniestro hechicero, aún no del todo acostumbrado a los arrebatos de entusiasmo de su discípulo. Observó entonces los alrededores por si pudiera encontrar algún guerrero de aspecto fuerte que los quisiera acompañar en su viaje. Divisó entre la escasa multitud un hombre de estatura colosal, cuya musculatura prominente recordaba en cierto modo a un toro salvaje, que llevaba un enorme espadón a la espalda. Podría ser un añadido valioso y el imbécil de Hakon podría aprender un par de cosas de aquel coloso, pensó Kanth, de modo que se dirigió andando hacia él para abordarlo antes de que se marchara. Mientras tanto, Hakon continuaba emocionado ante la mercancía que tenía ante él.

– ¡¡Mirad esto, es estupendo!! – decía el inexperto – Con este escudo podría parar hasta flechas de balista, ¡y mira este hacha! Es increíble, oye, ¿cuánto dinero tenemos? Porque yo creo que esto debe valer una pasta, unas zipizientas monedas de cobre por lo menos... Tendríamos que comprar también esto, parece la corona de un mago... seguro que lanza rayos por los cuatro costados y, ¡oh, una maza con cara! ¡Tiene una cara, impresionante!

Y mientras Hakon seguía revolviendo en el puesto, a Kradenhur le pareció que había llegado el momento de ir por ahí a vender sus hierbas, de modo que el heroico aspirante a héroe se quedó solo ante todo aquel armamento... y con el saco de monedas que Kanth había dejado fatalmente a mano del inexperto.

Por su lado, el hechicero estaba sorteando la gente que, incluso en los momentos en que no es mucha, siempre se las ingenia para entorpecer el camino de los que tratan de caminar en un mercado como en campo abierto. El coloso del espadón no parecía tener intención de moverse, de hecho Kanth vio que ahora se encontraba hablando con un chaval delgaducho, probablemente el hijo de un pescador o algo. Puede que aquel crío también quisiera contratar al enorme guerrero, de forma que no había tiempo que perder; Kanth debía llegar adonde se encontraba antes de que fuera tarde.

En esto, un sonido tormentoso comenzó a escucharse en el puerto. Sin embargo el cielo estaba despejado, se fijó el hechicero. Entonces se oyeron unos cuantos silbidos y una bala de cañón cruzó las calles hasta empotrarse contra una casa junto a los astilleros. Poco después aquella bala fue imitada por otras dos, que se comieron la mitad del mercado en que se encontraban el hechicero y su inexperto aprendiz.

De inmediato todas las gentes del puerto empezaron a correr hacia ningún lado en concreto, sin saber si refugiarse en sus casas con la esperanza de que sobrevivir al siguiente cañonazo o salir cagando leches del pueblo aún a riesgo de abandonar todos sus bienes. Kanth volvía la vista a todos lados. El pánico se estaba apoderando del lugar como una tempestad. Observando entre todo aquel caos, se percató de que el hombre del espadón se había perdido entre la turba.


– ¡Asalto! – se oía gritar a los soldados – ¡Piratas en el puerto! ¡¡Alerta la guardia!!

Varios soldados armados con espadas y alabardas corrían abriéndose paso hacia el atracadero, pero un viento fuerte como una galerna arrolló a toda la guardia de un solo golpe. Aquel no era un asalto cualquiera, pensaba el hechicero mientras trataba de distinguir el camino más seguro hasta los muelles del puerto. Y mientras tanto las balas de cañón seguían invadiendo el lugar, aplastando casas y provocando el terror entre todos los que se encontraban en aquel mercado.

Exceptuando, por supuesto, a Hakon Átekhnos, tan ensimismado con la mercancía que ni se había dado cuenta de que estaban atacando el puerto; ni siquiera viendo la expresión histérica del mercader que tenía delante...

– ¡Y esto otro es magnífico! – seguía Hakon mientras otra bala silbaba detrás de él – Pero claro, no me puedo llevar todo esto... ¿Qué podría hacer? – otra bala salió volando hasta incrustarse en el campanario y luego cayó aplastando el puesto que había justo al lado – ¡Ya está! ¡Me llevaré ésta! – dijo mostrando una espada al hierático mercader.

– ¡Graciasvuelvapronto! – y cogiendo unas cuantas monedas al azar, el comerciante de armas abandonó su puesto a velocidad inaudita para un hombre de negocios.

Hakon vio algo sospechoso en tanta prisa. Con la vulgar espada en la mano, miró entonces a su alrededor y en ese momento, no en cualquier otro, entonces y sólo entonces se percató de que que estaban asaltando el puerto.

Ante el revuelo general que allí había, acompasado por el sonido brutal de los cañonazos, una puerta se abrió tan de repente y con un estruendo tal que casi llegó a sonar por encima de todo aquello.


– ¡¡Cago en la madre que os parió a todos!! ¡¿Ya no se puede beber tranquilo en este jodido sitio?! – por el umbral salía, acompañado por sus dos compañeros, el hombre alto mal afeitado con un gigantesco garrote de acero cubierto de púas – ¡Me habéis cabreado, capullos! ¡Nadie osa interrumpir al gran Skalion mientras bebe! ¡Van a rodar cabezas!

Un grito tan inesperado como oportuno, por otro lado, si teníamos en cuenta que los soldados todavía estaban tratando de ponerse en pie después de haber sido tirados por la galerna. La cuestión fue que, usando su enorme garrote, Skalion paró a uno de los múltiples y asustadizos habitantes que trataban de huir a golpetazos del puerto.


– ¡¿Qué coño está pasando aquí, capullo?!

Atemorizado tanto por las balas de cañón que le venían por detrás como por la porra que acababa de demoler una pared frente a él, el pobre hombre le explicó al mercenario y a sus dos compañeros la situación del asalto; a lo cual, Skalion sonrió olvidando casi por completo el escándalo que lo había hecho enfadar.

– ¡Lima, Rekh, a repartir hostias se ha dicho!

Por su parte, Kanth había llegado al extremo del puerto, donde ya apenas quedaba gente al margen de algún que otro cuerpo aplastado. Desde los muelles, a través de la espuma y el oleaje, pudo otear un gran barco, quizás un galeón, que se dirigía inexorablemente hacia allí. Sin lugar a dudas ése era la nave que había causado todo aquello. Entonces, una vez la humareda de los últimos cañonazos se hubo despejado, el hechicero vio en el velamen del navío el emblema de la calavera negra de un solo ojo. Aquello confirmaba su pensamiento, no se trataba de asaltantes normales. Una quietud mística envolvió el espíritu del oscuro hechicero; una quietud que al mismo tiempo estaba llena de tensión y honda miseria.

Entonces escuchó unos pasos apresurados acercándosele por la espalda.

– ¡Mira, Kaaaaaaanth! ¡Mira qué he compradoooooooo!


Algo en aquella tensión se desvaneció en cuanto el hechicero vio al inocente inexperto agitando como loco una especie de espada, mientras se acercaba corriendo hacia él con un entusiasmo casi sobrenatural.


– ¡Mira qué espada! – dijo mostrándosela al perplejo Kanth, quien aún no se había percatado de la desaparición de su saco de monedas – Es un auténtico tesoro, ¿verdad? Lo cierto es que siempre he tenido un buen ojo para las...

Cogiéndola y sopesándola un instante, Kanth le devolvió la alhaja a su entusiasmado aprendiz.

– Es una espada común y corriente, imbécil.

Desilusionado, Hakon observó su preciada espada nueva como un incomprendido. No pudo deleitarse demasiado en reflexiones filosóficas acerca de las capacidades de su adquisición, pues enseguida el barco de los asaltantes atracó en el puerto con estruendo brutal, comiéndose medio muelle y alzando unas olas rompientes a su alrededor que bañaron por completo las cercanías del puerto. Unas nubes de tormenta se habían formando silenciosamente sobre el navío, cubriendo de chispazos eléctricos el casco de la embarcación. Entonces un tablón cayó desde el barco a tierra y una docena de piratas descendieron por él preparados para el bandidaje.

En ese momento, el muelle ya se había llenado con varios mercenarios y soldados de la guardia, dispuestos a enfrentarse a los invasores para proteger sus casas y mercancías unos, otros a los habitantes del puerto y algunos otros su derecho a beber en paz. De entre los piratas sólo uno se distinguía del resto, un hombre de perilla y ojos ligeramente rasgados que cargaba al hombro una espada de factoría extraña. El que parecía el capitán de la guardia portuaria, un hombre grande de bigotes repeinados, se acercó altanero al presunto jefe pirata y, en un tono cargado de confianza y autoridad, dijo blandiendo su alabarda reglamentaria:

– ¡No voy a consentir que unos piratas como vosotros anden causando destrozos en mi puerto! ¡En nombre del regente de Leinesch, largo de aquí ahora mismo!

Ante lo cual, el pirata de la perilla observó con detenimiento al capitán de la guardia. Ello vino seguido de una amplia sonrisa y un resoplido burlón. Al jefe de la guardia no le dio tiempo entonces a reaccionar, pues una repentina explosión salió de la ancha hoja que blandía aquel pirata, envolviendo al capitán y aniquilándolo por completo.

Cuando se disipó el humo, el pirata puso un pie sobre el cadáver abatido del capitán de la guardia, observando a su alrededor el panorama que había dejado tras de sí la explosión.

– ¡Já! Si esto era lo mejor que teníais, os habríais podido ahorrar el esfuerzo – los que se encontraban allí seguían observando –. ¡Este apestoso puerto está ahora en manos de la Banda Luna! Despejad esto enseguida... ¿o es que alguien tiene algo que decir?


Se había adueñado de todos los soldados una sensación incontrolable de pavor. Ello los hacía, incluso de forma inconsciente, recular ante la presencia intimidante de aquel pirata de espada explosiva. El miedo había dominado también a los mercenarios, quienes se afincaban en su posición sin mover un solo músculo, tal era la incapacidad en que se sentían para hacer frente a la banda pirata. Nadie de los presentes, no importaba su fuerza o experiencia, ninguno de ellos podría contra aquello. Querían huir y salvar la vida, pero ni para eso podían moverse... Incluso Hakon se sentía afectado por aquella ola de desesperanza y no podía soportarlo, estaba triste y frustrado a la vez, no sabía qué podía hacer para levantar el espíritu de todo el mundo.

Era en situaciones como aquéllas donde el valor de un héroe debía inspirar a los otros a luchar. Hakon aprovecharía esta terrible prueba para hacerse con la fama tras haber completado su duro entrenamiento. Pensó rápidamente en palabras heroicas y de ánimo, tomo aire y...

– ¡¿Quién coño te crees que eres, capullo?! – y la onomatopeya de un escupitajo.

Todo el mundo se giró hacia el lugar de donde procedía aquel inusual grito de heroísmo. Todos incluso Hakon, pues él, por primera vez desde que se encontraba en situaciones como aquélla, no había sido el que gritaba. Al final todas las miradas confluyeron en tres mercenarios de aspecto lamentable que se distinguían del resto de guerreros gracias a la altura no muy usual de uno de ellos. No tan alto como el que había visto Kanth, pero bien le llegaba. Aquél había sido el del grito. Y no sólo los soldados o los otros mercenarios lo miraban con asombro, sino que incluso el jefe de los piratas estaba desconcertado.

– Ese numerito no asusta ni a tu abuela... ¡Aquí nadie invade el puerto mientras haya gente que lo defienda, cago en todo! Habéis cometido el error de cogerme mientras bebía y ahora estoy cabreado que te cagas, ¡¡de modo que fuera de aquí cagando leches!! ¡Ni yo, ni mis compañeros, ni ningún maldito idiota capaz de distinguir su dedo meñique va a dejaros ir sin luchar! ¡¿No estáis de acuerdo conmigo?!

Aunque un tanto brutas, aquellas palabras y la actitud del hombre del garrote y de sus compañeros parecían haber logrado disipar el miedo de los espíritus tanto de guardias como de mercenarios. Ante aquello el jefe pirata no se acobardó, sino que sonrió de nuevo con súbito interés.

Y entonces llegó el momento triunfal de Hakon para terminar de elevar la voluntad guerrera.

– ¡No sé de qué te ríes, pringao! ¡Todo el mundo sabe que has preparado lo de la explosión con un colega tuyo para atemorizar a todo el mundo, pero a las buenas gentes... tus artimañas no mienten!

El efecto que aquellas palabras de asombroso heroísmo produjeron no será descrito debido a la carencia de una palabra apropiada capaz de expresar esa profunda emoción. De hecho sólo Kanth, decaído y con los ojos cerrados de la impresión, fue capaz de dirigir unas concisas palabras al aprendiz de paladín.

– Hasta tú puedes hacerlo mejor... – le dijo mientras se ajustaba uno de sus guantes de ladrón.

Afortunadamente, aquella reacción inicial se desvaneció y sólo quedó el valor en el corazón de soldados y mercenarios, que ahora se disponían a hacer frente a los asaltantes y a su temible jefe.


– Jamás podréis contra la Banda Luna de Niken Luvalla – sonrió sádico el jefe pirata –. ¡A por ellos, cortadlos en rodajitas!


Con brío y todos a una, los piratas rugieron lanzándose al asalto de la improvisada tropa. La mayoría de los que defendían el puerto retrocedieron ante el avance de aquella marea salvaje, aún inseguros de acercarse demasiado al jefe. Solamente Skalion y sus compañeros se quedaron a aguantar el embiste del grueso de los piratas, animados por una bravura poco usual que, no era del todo descartable, quizá fuese producto de la bebida. Pero aquella forma de luchar, aunque salvaje y arrojada, no era la de tres alcohólicos en plena borrachera; definitivamente se trataba de expertos mercenarios capaces de inspirar al resto para luchar contra los piratas, entre los cuales había incluso magos elementalistas capaces de invocar vientos afilados. Como el oscuro hechicero había observado, aquellos no eran piratas corrientes; su fuerza era suficiente como para darles dificultades serias a todos aquellos guerreros reunidos en el muelle. Aún así, una pregunta seguía incontestada en el ambiente, algo que turbaba a Hakon desde que aquella lucha había empezado.

– Oye, Kanth... ¿y Kradenhur?

A cualquier lado que mirara sólo podía ver una turba de guerreros luchando entre escombros regados por la espuma. Los soldados y mercenarios que habían optado por quedarse estaban luchando contra la banda de piratas y todo el puerto se había convertido en un peligroso campo de batalla.

– Yo no me preocuparía por él – dijo el hechicero con suma tranquilidad mientras desenvainaba su curva cimitarra –. Aún así debes tener cuidado, la Banda Luna no es cualquier cosa.


– Je – sonrió entonces Hakon –, ese tal Niken parece fuerte, pero...


– No es Niken – le cortó Kanth mientras la pelea se extendía hasta su zona –. De hecho, no tengo ni idea de quién es. Pero pienso averiguarlo.

Había llegado el momento, pensó Hakon, por fin podría poner en práctica los resultados de su entrenamiento en una pelea real, aunque fuera con piratas en lugar de contra otros caballeros con su mismo nivel de heroísmo.

– ¡Pues vamos allá! – dijo el inexperto mientras echaba mano a su nueva espada – ¿Cuál es la estrategia?

– Procura no incordiar – respondió Kanth parsimonioso.


Allá fue el esquivo hechicero, adentrándose en la marea de piratas mientras Hakon era relegado a la retaguardia. Pero el glorioso inexperto no iba a consentir ser apartado de la fama, así que allá fue tras su insigne escudero... o esa fue su intención, pero un pirata se interpuso en su camino y no tuvo más remedio que lidiar con él mientras el caos de la batalla se apoderaba de todo el lugar.


– ¡Vamos, Rekhinor... Lima! – los gritos de Skalion podían oírse claros entre el rugir de la pelea – ¡¡A por el jefe, cubridme!!


Cada uno con su lanza, los compañeros de Skalion trataban de apartar a la creciente masa de piratas que se agolpaba a su alrededor.


– Estamos un poco ocupados por aquí, ¡agh! – Rekhinor había sido herido en un hombro por el tajo de uno de los piratas, lo cual hizo que optase por usar su lanza harponera como una escoba para desequilibrar a los enemigos que tenía a su alrededor – ¡No te nos duermas, Lima!

– ¡Tranquilo! – a pesar de costarle arrancar, una vez se ponía en marcha Lima era una luchadora bastante hábil con un estilo acrobático. Ninguno de los tres estaba dispuesto a ceder el más mínimo terreno a los piratas, incluso a pesar de las heridas que se producían en ambos bandos.

Kanth continuaba abriéndose paso entre hordas de piratas que trataban de alcanzarle, o que simplemente se hallaban en su camino luchando contra otros oponentes. El barco estaba cada vez más cerca. Finalmente, consiguió atravesar el campo de batalla... y justo ante él estaba ahora el pirata de la espada explosiva.

El combate seguía desarrollándose tras de él, especialmente atrás en la retaguardia, donde los últimos guardias y mercenarios trataban de impedir el saqueo mientras espantaban la embestida constante de furiosos sablazos y vientos cortantes.

Ante la mirada azul del hechicero, el jefe de los piratas exhibía una sádica sonrisa.

– Uno lo suficientemente valiente como para acercárseme, ¿no? – ante el silencio desafiante, el pirata bajó su espada del hombro y se preparó para encarar a su rival – Para ti... será un honor morir a manos del gran Alcest.

Allá se lanzó el pirata hacia el hechicero con la expresión de un depredador hambriento. Sorprendido, Kanth esquivó el primer tajo de aquella temible espada, que se clavó en el suelo provocando una sonora explosión. Hakon trataba de ver algo desde el lugar en que estaba, pero siempre había algún pirata al que tenía que apartar o incluso alguien que salía rebotado de otra lucha y amenazaba con aplastarle si no lo esquivaba a tiempo. Su maestro y escudero se estaba enfrentando al jefe de los piratas y exhibía el estilo esquivo y artero de costumbre. Cada ataque del pirata era evitado por Kanth, a quien no le importaba retroceder si con ello conseguía evitar los golpes... y lo cierto es que los estaba evitando todos.

Alcest seguía embistiendo con su espada en frenesí, mas el oscuro hechicero continuaba evitando cada acometida con la vista siempre fija en su adversario. No devolvía los ataques, simplemente se limitaba a eludir los del contrario manteniendo la tensión de la lucha... ante aquella visión momentánea, Hakon quiso acercarse para ayudar a Kanth y, tras agachar tácticamente la cabeza para evitar a un soldado que había salido volando, se le ocurrió avanzar a gatas mientras trataba de no ser pisoteado por la marabunta de guerreros que lo separaban de su destino final.

Alcest se estaba impacientando y su furia crecía con cada ataque.


– ¡Ríndete y deja que te corte de una vez!

Kanth parecía estar turbado desde hacía tiempo. Había algunas conjeturas en su mente acerca de su adversario, pero había algo de lo que todavía no estaba seguro. Debía confirmar sus sospechas mientras pudiera.

– No sirves, – dijo el oscuro hechicero – aún te faltan años de disciplina para poder alcanzarme. Renuncia mientras estés a tiempo...

En ese momento, Hakon acababa de abrirse camino hasta el lugar del duelo y se disponía a intervenir alzando su espada mientras lanzaba un alarido de guerra.

El impacto de aquel grito fue aprovechado por el furioso Alcest, quien lanzó un nuevo espadazo que el hechicero logró detener con su cimitarra. Sin embargo, al chocar ambas espadas se produjo una chispa seguida de una tremenda explosión que envió al hechicero por los aires ante la horrorizada mirada de Hakon.

Aún sediento de sangre, Alcest se volvió hacia el inexperto.


– Prepárate, chaval... que ahora vas tú.

El pirata se abalanzó entonces sobre su nueva presa, lanzando tajo tras tajo con la furia de una bestia en celo. Hakon no podía dejar que aquella espada lo cortase o sería el fin para él... pero si intentase lanzar un ataque se pondría de inmediato a su alcance y no podía arriesgarse. Estaba limitado en sus movimientos, sólo podía echarse hacia atrás con cada nueva estocada y tratar de mantener la distancia con su adversario.

– ¡Hahaha! – reía el pirata – Eres tan cagado como el otro... ¡algún día tendrás que atacar!

Aunque Hakon no quisiera admitirlo, aquel pirata tenía razón. Estaba llegando al límite de su capacidad para esquivar... él no era tan bueno como Kanth. Al final acabaría cometiendo una imprudencia debido al cansancio y entonces su oponente lo mataría... sólo podía arriesgarse y atacar. ¡¿Pero cóooomo?!

El combate a su alrededor parecía estar llegando a su fin. Piratas, soldados y mercenarios se agotaban. Hakon tenía que hacer algo, triunfar donde su maestro había fallado. Aquello era combatir para salir vivo. No había tiempo para pensar, alzó valeroso su espada y...

Tropezó con una piedra y se cayó.

– ¡Se acabó, chaval! Nadie es capaz de enfrentarse a la Banda Luna. ¡¡Muereeeee!!

Aquello era el final de su aventura... otra vez. Al menos ahora sería porque iba a morir y no porque él se hubiese rendido... claro que cuando te van a explotar una espada en la cara uno no tiene muchas opciones para rendirse. De cualquier modo allí estaba, ya sin fuerza y tirado ante su enemigo, un pirata rabioso que ya se estaba preparando para asestarle el golpe de gracia.

Pero algo sucedió, pues a medio camino el brazo del pirata hizo un movimiento extraño y la explosión se produjo antes de tiempo, provocando que el furioso Alcest saliera despedido hacia atrás debido a la fuerza del impacto.

Al disiparse el intenso humo negro que cubría a Hakon, éste pudo ver a Kanth con ligeras quemaduras, levantado y con la mano aún extendida hacia él.

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