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Fairy Lights

Capítulo 13 ~ Una vez era el Laberinto del Caos ~

  • Writer: Skale Saverhagem
    Skale Saverhagem
  • Apr 13, 2014
  • 18 min read

Updated: Nov 13, 2024






– ¿Pueblo de Nombre Inventado?

– Así es – dijo Kanth al inexperto –, todos los que aspiran a convertirse en grandes héroes deben antes pasar por este lugar.


Hakon seguía mirando con inquebrantable asombro para el letrero de madera que tenía delante. Tras varios días de camino ininterrumpido por las praderas, al final habían llegado a aquel lugar que tenía un nombre tan sumamente curioso. Pero, aunque Hakon se estaba muriendo por descansar, comer y todas esas cosas que acostumbraba hacer en su tiempo libre, todavía no le acababa de cuadrar aquel nombre, incluso cuando lo estaba viendo escrito en el letrero y tenía el pueblo delante.

– No entiendo qué tiene este sitio de especial – insistía el inexperto.


– Cerca de aquí – respondió el oscuro hechicero – se encuentran los restos de dos antiguos cataclismos que marcaron el inicio de nuestra era; el más importante es el Laberinto del Caos, que está en las montañas cercanas. Es posible que allí se encuentre algo que nos permita enfrentarnos a la profecía en condiciones.


– Claro, claro... – decía Kradenhur.

El hechicero, que había intentado con todas sus fuerzas actuar como si ningún anciano de piel gris y orejas puntiagudas los estuviera siguiendo, acabó por hartarse ya del viejo druida.


– ¿Qué ocurre, Kradenhur? – dijo con la tensión de toda la jornada acumulándose en las venas de su frente.

– Que tú nos has traído a este pueblo para irte a cortejar labriegas, como si yo no lo supiera...

– ¡¿Qué?! – gritó Hakon apartándose por fin del cartel – Y luego me llamas a mí partenocienta, ¡será posible! No me esperaba esto de ti, esc...

– ¡¡Callaos de una maldita vez!! – concluyó Kanth – Cuando nos hayamos reabastecido, partiremos hacia las montañas.


A simple vista una vez apartada del letrero, el pueblo no parecía estar nada mal. Era un lugar pintoresco cuando menos, tanto con sus modestas casitas de la periferia como con su centro urbanístico con menos aire de granja y donde uno parecía olvidarse de que se encontraba en una aldea en mitad de ninguna parte a la que te ha traído un hechicero lunático o en la que has caído allí de pura casualidad tras varios días de inanición.

– Empecemos por buscar una posada, compañeros – sugirió Hakon, idea que fue sorprendentemente bien acogida aún tratándose de una suya –. Rekhinor, ¿adónde vas?

El pescador retornó momentáneamente de su abstracción con la vista aún puesta en el centro del pueblo.

– Quiero ver si aquí hay buen licor... – fue lo que dijo.

Y así, los otros se dirigieron a la posada más cercana para descansar sus doloridas botas y, ya de paso, conseguir alguna información sobre los alrededores y la mejor ruta para atravesar la montaña. No lejos de la entrada al pueblo encontraron un local con un cartel colgante de aspecto sospechoso que decía Posada Nullavi. Hakon estaba sediento, de modo que el aspecto del cartel le daba exactamente igual y entró corriendo al interior como si no hubiese un mañana.

Kanth y Kradenhur siguieron discretamente al impetuoso aprendiz de caballero adentro de la pintoresca posada, la cual parecía completamente desierta, llena de un silencio que tanto podía incitar a tomar posesión de aquel lugar como propio como hacerte sentir tan forastero que enseguida desearas irte de allí aunque tuvieras que dormir al raso en una noche de tormenta invernal.

Dentro el grupo se preguntaba qué hacer, incluido Hakon, cuando vieron que alguien salía de debajo de la barra del mostrador.


– ¡Hola! – dijo una voz animada y alegre – ¡Bienvenidos! ¿Os puedo ayudar en algo?

Aquella voz pertenecía a la mujer que había aparecido de repente tras la barra, una joven cuyo aspecto era tan rústico como su su voz. Tuerta de un ojo, vestía ropas de aldeana que llevaba arremangadas, de forma que uno podía ver dos brazos bastante fornidos como para confundirlos con los de un hombre y llevaba el pelo sucio y despeinado. Aún así, las ropas no ocultaban que se trataba de una joven extremadamente curvilínea; además, su sonrisa alegre, que a pesar de tener algún que otro diente partido poseía una gran hermosura, así como la alegría que toda ella desprendía la hacían en conjunto casi hermosa. Después de todo, lo más similar a una hembra en condiciones que tenían delante en mucho tiempo. Si pasaban por alto sus hablares aldeanos, el parche en el ojo y sus brazos de arriero, tras una ducha y bien afeitada sería una joven ciertamente deseable.

– Oye, ¿quién es Nullavi? – preguntó Hakon.


– Yo soy Nullavi, – dijo ella mientras se ponía a fregar algunas jarras – la posada es mía. ¿Queréis hospedaros aquí? Os puedo hacer buen precio, ¿eh?

– Por supuesto – dijo Kanth acercándose del todo a la barra, seguido rápidamente por el inexperto –, ¿hay habitaciones libres para cuatro personas?

– Claro, – dijo ella con alegría secando una de las jarras – ¿adónde vais, majos? O sea, ¿a qué venís al pueblo?

– No quieras saberlo... – respondió el hechicero.

– ¡Anda ya! – dijo Nullavi dejando la jarra seca – Me importa un pepino si estáis metidos en algo chungo, ¡sois mis clientes! – secó otra jarra – No importa, pero me tenéis que decir cuántos días os queréis quedar, ¿eh?

– En realidad sólo estamos de paso – dijo Hakon mientras la posadera seguía arreglando la trastienda de la barra – Eh, ¿¿qué te ha pasado en el ojo??

– ¿Cuál ojo? ¡Ah, esto! – respondió ella rascándose el parche con que cubría el ojo tuerto – Fue una pelea de juventud, ¡ahaha! Una vez hubo uno con la mala idea de abusar de mí, ¡tuve que darle una buena somanta para sacármelo! Y aún así insistió un rato, no te creas...

Costaba creer que hubiera en el continente persona más bruta y falta de tacto que Hakon, sin embargo acababan de dar con una. Era curioso oírla hablar de una pelea de juventud, de todas formas, porque en realidad seguía siendo joven. Aunque lo cierto es que era curioso oírla hablar... en general. Aún así, Kanth era capaz de ponerse en la piel de aquel supuesto arriero de tiempos pretéritos, según la posadera continuaba su historia.

– No es que yo sea remilgada con los mozos, ¿eh? Pero tengo que decir que de un tiempo a esta parte cada vez hay más maleantes que vienen a tocar las narices. Pero bueno, luego vio a Fío y toda su atención quedó en ella. ¡Ha!

Una chispa se encendió en los ojos del hechicero.

– Apuesto a que esa Fío debe ser muy hermosa – preguntó con interés.

– ¡Es preciosa! – dijo Nullavi con orgullo – Veo que tienes buen ojo, tú.

– ¿Preciosa? – se interesó Kanth con media sonrisa.

– ¡Claro, – continuó Nullavi – preciosa, elegante y completamente irresistible! Lleva en mi posada desde que la tengo y ni el hombre más bravo ha sido capaz de resistirse a ella hasta la fecha.


Aquella mujer que, aunque rústica, tenía unos pechos enormes y caderas para parir quintillizos aseguraba que la otra era irresistible, lo cual encendió de inmediato la imaginación de Kanth, quien sonreía con creciente y cada vez peor disimulado interés. Hakon observaba a la posadera con los ojos abiertos como platos e incapaz de cerrar la boca pensando en la extraordinaria belleza que tendría aquella doncella.


– Preséntanosla, ¿no? – aquella fue la voz de Kradenhur.


Kanth observó de reojo al anciano elfo, quien se había acercado a ellos y ahora exhibía una sonrisilla picaruela. Y luego se quejaba del hechicero...

– ¿Queréis verla, sí? – Nullavi estaba muy animada – Enseguida la traigo, ya veréis.

Entonces la posadera se encogió bajo la barra y, tras múltiples sonidos de cosas cayendo sobre otras cosas, volvió a aparecer de un salto con un enorme sable de acero.

– ¿Qué os parece mi Fío? ¿A que es hermosa como ella sola?


Haber contemplado a Nullavi saltar de aquella manera ya merecía la pena por sí solo, de todas formas.

– ¿Fío es una espada? – dijo Hakon.

La hoja de aquel sable debía medir unos dos metros. Con razón la alegre posadera decía que era irresistible, no parecía sensato pensar que un ser viviente pudiera resistir un impacto de semejante armatoste sin perder las extremidades o la vida... o incluso ambas cosas a la vez.


– Un alfanje – precisó Nullavi –. En realidad su nombre completo es “Fío, la matadora de fantasmas”, porque ni un fantasma resistiría una tajada suya. Aunque la tuya1 no está mal, hechicero, seguro que entiendes de espadas... ¿Por qué estáis de repente tan desanimados?

El sol todavía podía verse a través de la puerta, pero cabía la posibilidad de que aquellos viajeros estuvieran ya cansados. De hecho a los tres se les veía bastante hechos polvo.

– ¿Os preparo la cama? – dijo Nullavi obsequiosa.

– No, todavía no – dijo Kanth, ya dirigiéndose a la salida de la posada –. Aún nos falta un compañero, he de ir a buscarlo y decirle que estamos aquí.

– Excelente idea, escudero... – dijo Hakon ciertamente agotado – Confío en ti para esta misión.

– ¡Tú vienes conmigo!

– ¿Qué? ¿Por qué? – se lamentó el inexperto.

– Levanta el culo del suelo y ven – y eso bastó para que ambos, caballero y escudero, salieran de inmediato hacia el ocaso. En cuanto a Kradenhur, se quedó allí en la posada junto con la jovial posadera.

El centro del pueblo se encontraba repleto de puestos de venta, algunas guirnaldas y, a pesar de que ya era atardecer, una animada multitud. Hakon y Kanth habían acudido allí en un principio a buscar a Rekhinor, pero en realidad aquella había sido la excusa elegida por el hechicero para encontrar, por fin, unos enseres de batalla apropiados para el inexperto y, ya de paso, darse a lo que Hakon ya consideraba a estas alturas el pasatiempo favorito por antonomasia del hechicero: la recolección de rumores.

– Es la mejor forma de conseguir información sin llamar la atención de nadie – le explicaba Kanth con poca paciencia –. Ahora, ¿quieres devolverme el monedero?

– El caballero es siempre el que ha de llevar el dinero – decía el inexperto.

– No estoy yo tan seguro de eso... ¿adónde vas, maldita sea?


Estaban atravesando la zona del mercadillo dedicada a la alimentación y Hakon se había detenido ante un puesto de naranjas. Hacía ya demasiado que no tomaban fruta en condiciones y, puesto que eran las naranjas una fruta que no se encontraba en cualquier época del año, allí fue el inexperto olvidándose de todo lo demás.

– No te despistes, – dijo el siniestro hechicero agarrándolo por detrás – vamos a ver si encontramos algo que te pueda valer mejor que esa espada ridícula.

Cuando se disponían, a pesar del inexperto, a abandonar el puesto de fruta, un hombre de aspecto taciturno tropezó con Hakon, se disculpó en un leve susurro y siguió su camino entre la multitud. No había tanta gente como para ir tropezando y Kanth vio enseguida lo que había sucedido.

– Hakon, – dijo el hechicero – ese hombre acaba de robarte el dinero.

– ¡¿Qué...?!

Cuando se dio cuenta, el hombre ya había empezado a correr, pero nunca contó con la sencilla rapidez del aspirante a caballero. Apenas había conseguido distanciarse de la multitud del mercado cuando Hakon lo alcanzó y de un puntapié lo hizo tropezar y caer rodando al suelo.

En medio de los dolores y gimoteos del desafortunado ladrón, una siniestra y furiosa figura comenzó a cubrirlo con su sombra.


– Has cometido la peor osadía de tu vida, compañero... No creas que vas a salir de ésta con todas las extremidades intactas.


Aquel hombre acababa de robarle dinero a Hakon y, puesto que el dinero era del hechicero, aquello implicaba que acababan de robarle a él... y eso era obviamente intolerable.

– ¡Lo siento, por favor! – dijo el hombre llorando – No me hagáis daño... os lo ruego... Con gusto os lo devolveré, pero... dejadme ir a mí.

– ¿Cómo que dejadme ir? – se quejó Hakon – ¡Eres un ladrón! Aunque, bien mirado, yo conozco a otro ladrón... pero claro, Monte nunca me roba; bueno, a veces sí, pero suele devolvérmelo siempre... la mayoría de las veces...

Mientras nuestro aspirante se debatía en profundidades tales dignas de todo gran héroe legendario que se precie, la malvada mirada de Kanth seguía posada sobre el cuitado delincuente, que ahora se encontraba de rodillas implorando al hechicero por su vida o integridad física en general.

– Perdonadme, ojalá no tuviera que ser un ladrón... no me agrada el robar, – suspiró con sincera agonía – pero creedme si os digo que no me queda alternativa. Yo solía cuidar caballos, pero a mi patrón dejó de salirle rentable tener a un cuidador, así que me despidió sin miramientos... no hay nadie en la región que me necesite y no conozco otro oficio... Necesitaba dinero para cuidar a mi mujer, que está enferma con fiebres muy fuertes, y a mi hijo pequeño... No tenía alternativa y no me gusta hacerlo, pero... si no robo a la gente, mi familia y yo moriremos de hambre.


El llanto de aquel hombre era a todas luces un llanto sincero y así se lo pareció al hechicero, quien desde luego estaba versado en tratos con embusteros y demás canalla miserable. Hakon había acabado perdiendo el hilo de sus amplias y hondas reflexiones, así que volvió de nuevo hacia el gimoteante individuo con intención de cobrarse aquel robo.

– Entiendo lo que dices – dijo Kanth al buen ladrón –, pero te has equivocado por completo de víctima. ¡En pie, vamos!


El buen ladrón se levantó temeroso y, extendiendo Kanth la mano izquierda, le devolvió el saco que había robado al inexperto. Se dispuso a irse despacio con la cabeza gacha, pero el siniestro hechicero lo detuvo enseguida.

– No puedo dejarte ir así, – le dijo, provocándole un escalofrío – está claro que necesitas que te explique un par de cosas acerca de a quién robar y a quién no.

Un sonoro “¿qué?” atravesó de cabo a rabo las mentes tanto de aquel hombre como de Hakon. Kanth, que hasta hace tan poco habría torturado al ladrón hasta haberlo matado por lo menos treinta veces, ahora lo llevaba caminando a su lado alentándolo para que continuase con sus prácticas. El inexperto entendía cada vez menos el comportamiento de su ilustre escudero.

– En primer lugar, – explicaba Kanth – nunca debes robar a alguien más pobre que tú... aunque viéndote no creo que eso te vaya a costar mucho. Como sea, tampoco debes robar a quien puedas poner en un aprieto si le robas; tú conoces tu situación y me imagino que no deseas que nadie se vea en dificultades similares a causa tuya, ¿no es verdad? Tampoco es aconsejable robar a quien pueda matarte por ello, incluso si se trata de alguien ruin... aún así, si estás dispuesto a asumir cierto riesgo, es correcto si robas a quien obtiene o usa su dinero por medios ruines, así como al codicioso que lo acumula en demasía. Roba al rico para dárselo al pobre. Por otra parte, evita el robo a individuos y procura que a quien robes sea a negocios y a grandes territorios, pues son quienes más bienes manejan y, por tanto, quienes menos los van a echar en falta y menos esfuerzo pondrán en recuperarlos... además, al tratarse de entes abstractos sin una cualidad de persona como la puedas tener tú o la pueda tener yo, esa clase de robo no es nunca condenable. Roba siempre con sigilo y procurando que no te vean ni se den cuenta de que has robado, nunca por la fuerza. Puedes robar por necesidad o por diversión, pero no por codicia, ya que te estarías convirtiendo en la misma clase de ser que aquél a quien tratas de robar; y aún en caso de que quieras robar por diversión, procura devolverlo siempre y no te metas en líos, ¿de acuerdo? Creo que con esto será suficiente...


El rostro del buen ladrón se iluminó entero al escuchar las filosóficas palabras del hechicero. Aquello tenía extremo sentido y por ello le sería difícil olvidarlo si lo ponía en práctica. Con estos consejos, el buen ladrón se marchó muy agradecido.

– No me digas que te ha caído bien – se sorprendió Hakon –, ¡ese tío quería robarme el dinero!

– Ese dinero es mío, – replicó Kanth – además no debería negársele el saber a quien desea aprenderlo. Todos salimos ganando...


Aquella idea merecía una profunda y extensa meditación en la mente de nuestro inexperto antes de que éste fuera capaz de encontrarle un sentido auténtico o pudiera ver en su interior, mas semejante esfuerzo de concentración le fue imposible debido al inusual grito que se produjo entonces en el pueblo y que casualmente provenía de algún lugar en el mercadillo. Ello, sumado al inmenso revuelo y ruido de cajas quebrándose al que dio paso a continuación, activó los sentidos heroicos del aspirante a paladín y enseguida se halló por reflejo yendo a toda velocidad al lugar donde los presuntos destrozos estaban teniendo lugar.

Una vez en el lugar de los hechos, Hakon y su oscuro compañero tuvieron que abrirse paso entre el gentío que rodeaba a quien fuera que estuviera montando tanto alboroto.

– ¡¡¿Cómo pueden ser las galletas tan obscenamente caras?!! ¡¡Dámelas o termino de reventarte el puesto, estafador de mierda!!


Y diversas cajas volaban según los gritos iban aumentando.


– Anda, – dijo el inexperto sorprendido – ¿ése no es...?


– La liamos – concluyó Kanth.

El causante de los destrozos resultó no ser otro que Skalion, el gran bandido al que el grupo había conocido en el puerto de Lir y que ahora se dedicaba a arrojar todo lo que encontraba contra un tendero desvalido usando su enorme garrote de acero como bate. Hubo algunos pueblerinos que trataron de reducirle, pero ninguno de ellos podía con él. Al final, una figura conocida salió de entre la multitud.


– Al menos hemos encontrado a nuestro prófugo – sonrió Kanth.


Una vez Rekhinor hubo calmado un poco la furia de Skalion, Hakon y el hechicero se aproximaron a ellos dos, en parte preguntándose qué diablos hacía el bandido en aquel lugar. En cualquier caso, resultó que se alojaba en el mismo sitio que ellos, así que se fueron de allí todos juntos antes de que la situación empeorase en el mercadillo.


Según iban caminando de regreso hacia la posada de Nullavi, Skalion les explicó qué les había traído a él y a Lima hasta Pueblo de Nombre Inventado.

– Hemos venido a por el tesoro que hay en estas montañas – dijo el bandido mientras comía una galleta –, según nuestro mapa aquí se encuentra el tesoro de un demonio ancestral, Lord Basilikos. Dicen que hace tiempo ese demonio trabó amistad con un arconte de la región, que empobreció en extremo su ciudad para construirle un enorme palacio en la montaña. Cuando el arconte murió de viejo, nadie supo más de ese demonio, pero se cuenta que se encerró en su palacio y ha seguido acumulando tesoros desde entonces. ¡A estas alturas sus riquezas deben ser titánicas!

– ¡Vaya! – se maravilló Hakon – ¿Y ese palacio en las montañas no será por casualidad el Laberinto del Caos?

– ¡No me digas que también la conoces! – respondió Skalion –. Es una historia muy antigua, ese demonio ya ha tenido que morir... y por supuesto sería una lástima dejar ahí todo ese tesoro, ¿verdad? ¡HAHAHAHA!

– Pero eso no explica qué hacías cargándote el pueblo, animal – dijo Rekhinor.

– ¡Hace demasiado que no encontraba un puesto de galletas! Y ese maldito estafador me las quería cobrar demasiado caras...


Hakon observaba al bandido con extraña curiosidad, de lo que Rekhinor enseguida se dio cuenta.

– Resulta, – dijo el pescador – que nuestro amigo ama las galletas más que ninguna otra cosa. Es capaz de hacer verdaderas locuras cuando está con abstinencia, ¿verdad, Skalion?

– ¿Y quién es el que viaja con el único propósito de probar todos los licores del mundo? – gritó el bandido con alegría – ¿Qué, a estas alturas no se lo habías dicho? ¡HAHAHA!

En esta animada conversación transcurrió el camino de nuestros reencontrados amigos, quienes llegaron a la posada con los últimos rayos de sol del día.

Clío Nullavi, que así era el nombre completo de la alegre dueña, empezó a prepararles una magnífica cena en cuanto los vio aparecer por la puerta del local. Allí la joven Lima, a quien Rekhinor se alegró de ver nuevamente, se encontraba echando una siesta con la cara apoyada en una de las mesas. Una vez la cena estuvo servida, la puerta de arriba se abrió y Kradenhur apareció bajando las escaleras. Hakon lo saludó efusivamente y así lo hicieron también el resto de los presentes.


– ¡Enseguida tienes tu cena, majo! – gritó Clío desde la barra – ¿Queréis que os traiga más de beber?

Ante el generalizado grito de júbilo, la alegre Clío mostró su enorme sonrisa al completo. Kradenhur se sentó entonces a la mesa y, mirando a Hakon, le preguntó:


– ¿Y dónde está Kanth?

Kanth. Era la primera noticia de que no estaba. Hakon miró a todos lados y, efectivamente, allí no estaba, había desaparecido. Se preguntó entonces desde cuándo no estaba... creía que había ido con ellos durante el camino de vuelta a la posada, pero ahora ya no estaba tan seguro. Parecía que no, pero a veces el oscuro hechicero resultaba ser extremadamente sigiloso y su presencia fácil de pasar por alto. Aún así, ¿qué había pasado con él? Había desaparecido sin decir nada y sin dejar ningún rastro. ¿Adónde habría ido? O más importante todavía, ¿por qué se habría marchado?


*******************************


Al día siguiente el amanecer llegó solitario y calmoso. Hakon no había visto regresar aún al hechicero, sólo un grupo de viajeros abandonar la posada antes que él. Eran del tipo de grupos de viajeros que abandona las posadas antes de acudir a alguna aventura, pensaba el inexperto mientras desayunaba. En un rato, bajaron también Skalion, Rekhinor, Lima y el viejo Kradenhur, este último de un visible mal humor. Quizá, después de todo y a pesar de estar siempre discutiendo, el anciano estaba molesto por la ausencia del hechicero. De todas formas, aquello no había impedido que se pusieran en marcha para encontrar el Laberinto del Caos.

– Os he preparado bocadillos para el viaje, majetes – les decía Nullavi entregándoles a cada uno un pequeño zurrón –. ¡Ánimo con la expedición!

Dejaron atrás la apacible posada y pusieron rumbo a las montañas atravesando las últimas casas de la periferia del pueblo, bañadas por el frescor del rocío. Los habitantes del lugar aún empezaban a despertarse para dedicarse a sus labores, en parte por el canto de los pájaros y por el elfo que no dejaba de echar pestes por el camino de salida al Este.

– Ese cabrón egomaníaco se ha fugado cargándome el muerto a mí, como si no fuera evidente que esto iba a pasar... me cago en él y en todos sus malditos ancestros.

– Aún no sabemos lo que le ha pasado – decía Hakon tratando de convencerse a sí mismo.

– Lo veía venir – continuaba Kradenhur mosqueado –, no se puede uno fiar de la palabra de ese embustero.

En esto el grupo estaba ya abandonando el pueblo cuando, azotada por la brisa matinal, una siniestra figura se les mostró ensombrecida por el sol del amanecer.

– Qué poco me quieres, viejales...

Solamente había un individuo al que le agradase tanto aparecer siempre a contraluz y ése era obviamente Kanth `O Diaphtheíron. En cualquier caso, el reencuentro con el hechicero supuso también la explicación de los motivos de la banda de Skalion para acompañarles. Así pues, ahora el heroico grupo se componía no sólo de un paladín inepto, un elfo camello y Kanth, sino también de una pirata letárgica, un bandido adicto a las galletas y un marinero con el sueño de probar todos los licores del mundo.

– ¿Qué has estado haciendo? – se interesó Kradenhur – No, espera... mejor que no me lo cuentes.

– Como quieras... – respondió el hechicero, y siguieron su camino hacia las montañas.

Recorrer aquellos senderos abandonados por los vivos no fue tarea sencilla, aunque el mapa de Skalion ayudó lo suyo, así como los conocimientos que Kanth parecía poseer de la región. A ojos de Hakon, siempre dado a conclusiones de gran valor, el paisaje era igual allá por donde iban... todo lleno de piedras; unas quizá más grandes, otras más puntiagudas y algunas colocadas encima de las otras, pero piedras después de todo. Según avanzaban por la senda montañosa, el día iba pasando y la jornada tocaba a su fin. No fue hasta casi el atardecer que por fin llegaron al punto designado en el mapa.

– Aquí estamos, – dijo Kanth tomando aire – en lo que un día fue el palacio de Lord Basilikos, el Laberinto del Caos.

– Hemos llegado, pero – observó Skalion mientras comparaba aquello con su mapa – esto no se parece mucho a lo que yo pensaba.

– Es verdad – anunció Lima suspirando.

Ante ellos se extendía una amplia pared montañosa de aspecto antiguo, con algunos muros derruidos y rocas labradas hechas pedazos. Tras una inspección laboriosa del lugar, la conclusión era que allí no quedaba nada. Una ruina de la historia antigua, ciertamente, pero tan ruinosa que no parecía que les fuera a servir para nada; no hacía falta rebuscar para ver que ni tesoros había, y mucho menos algún demonio vivo o muerto.

– ¡¿Qué leches pasa aquí?! – se cabreó Skalion tirando el mapa al suelo de piedra – ¡¿Dónde está el laberinto?!

Aquella era la pregunta que parecía recorrer los corazones de todos los presentes, especialmente de Hakon, quien observaba aquella ruina ancestral con una extraña familiaridad, puede que por parecerse en algunas cosas a la que él había visto en el bosque de Khorill cuando empezó su viaje. En cualquier caso, era obvio que aquello que tenían en frente había sido devastado sin piedad por el tiempo y probablemente por grupos de anteriores exploradores. Aunque en el alma de caballero del inexperto se fraguaba otra posibilidad.

– ¿Ha sido obra de Akmakro? – pensó en alta voz.

Aquella conclusión hizo girarse sorprendida a toda la expedición, sobre todo a Kradenhur y a Kanth, quienes probablemente eran los únicos allí que conocían aquel nombre.

– No quiere que lo destruyan y va destruyendo las cosas que podrían matarlo...

– Es una posibilidad, – se acercó Kanth – si puede causar la corrupción en los espíritus puede que sea capaz de causar también la de la materia.

– ¿De qué leches estáis hablando? – preguntó Skalion.

– Sin embargo, – continuó el hechicero – también podría ser uno de los efectos de este lugar.

– ¡¡No me ignoréis, maldita sea!!

– La leyenda dice que, con la expulsión de los demonios, el Laberinto del Caos se convirtió en el lugar de rituales de varias sectas oscuras, lo cual deformó el espacio y el tiempo a su alrededor. Es posible que lo que ahora estemos pisando ahora sean las ruinas del Laberinto del Caos de varios años en el futuro, o incluso que no hayan soportado la distorsión y hayan acabado derrumbándose. Aún así, me temo que nunca lo sabremos...


Kanth se volvió caminando de nuevo en la dirección por donde habían venido, visto lo cual Hakon caminó tras él.


– ¿Qué pasa ahora, escudero?

– Aún nos queda un lugar por visitar... – dijo sombrío – y está en la otra dirección.

Aquella expedición a las ruinas de la montaña había resultado ser fallida. Ya fuera producto del desgaste, obra de la profecía o resonancias fatales procedentes del plano espiritual, lo cierto era que de allí no podrían sacar nada. Ni riquezas, ni demonios, ni saberes antiguos quedaban en las ruinas del antiguo palacio. Ahora sólo les quedaba esperanza en aquel otro lugar mencionado antes por el oscuro hechicero, un lugar que parecía provocarle una sensación de mala nostalgia.

Los infames textos del Hikawachikón dicen, sin embargo, que las puertas del Laberinto del Caos se abrirían para Hakon Átekhnos en otra ocasión, aunque tampoco obtendría dinero ni la verdad de los ancestros, sino que se trataría simplemente de una prueba a sus habilidades caballerescas. A pesar de todo ello, no es seguro que se trate de una historia tomada de una versión auténtica y, aunque realmente fueran verdaderas sus fuentes, aquélla ya sería otra historia.







Notas y aclaraciones:

1Se refiere a la cimitarra de Kanth.

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