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Fairy Lights

Capítulo 15 ~ El deseo de Laine ~

  • Writer: Skale Saverhagem
    Skale Saverhagem
  • Apr 24, 2014
  • 18 min read

Updated: Nov 13, 2024






El feudo de Tyrande es un territorio lleno de verdor cuyos dominios se extienden por valles y montañas al norte del continente de Arkhonia incluyendo parte de la sierra de Ull-Val Kilmer y los bosques de Sherduun. En dicho lugar había un hermoso castillo, en el cual vivían todos los sirvientes del señor feudal; hace no tanto tiempo, también era el hogar de Laine.

Junto con otros niños y niñas de la región, Laine servía en el castillo de Tyrande vigilada por doncellas de más experiencia, las cuales eran encargadas de la educación de los jóvenes así como de encomendarles las tareas que debían realizar. Aún así, el ambiente en el castillo era agradable y no eran escasos los momentos que Laine tenía libres para correr por los hermosos jardines, cazar mariposas o incluso bañarse en la fuente los días que hacía calor. De todas formas, la pasión verdadera de Laine había sido siempre la caballería y sus aficiones favoritas eran jugar a los espadachines y montar a caballo.

Las doncellas veían extraño que una niña se pasase el día dando cabriolas en el jardín y practicase tales pasatiempos, mas en la corte había cierta permisividad al respecto y la tutora de Laine solía mostrarse indulgente, sonriendo incluso con cariño y amabilidad siempre que Laine le hablaba del honor y le contaba con una amplia sonrisa que en el futuro ella sería caballero. El caso es que Laine era una chica muy fuerte, inteligente y, sobre todo, pura de corazón. Era sorprendente la comprensión que una niña tan pequeña tenía del código de honor de la caballería, aunque muchas veces la visión ingenua de una niña no fuese del todo coincidente con la realidad del castillo y sus caballeros. En cualquier caso, la fuerza y la dedicación de Laine siempre le granjeaban las tareas más pesadas, como transportar la ropa hasta el río, pero a ella no le importaba el trabajo duro; para ella eso sólo eran pequeños recados y los realizaba sin prestar atención, con la mente siempre puesta en que sería caballero algún día.


Según crecía se iba volviendo cada vez más alta y más fuerte, de modo que a muy corta edad ya era casi tan alta como un hombre. Sin embargo, no empezó a desarrollar la figura propia de una joven mujer hasta una edad normal. En cualquier caso, según iba dejando de ser una niña sus aficiones eran peor vistas por las doncellas de la corte y cuando ellas u otras siervas de su misma edad hablaban con ella solían tacharlas de pasajeras o infantiles, pero Laine siempre las defendía. En la corte parecía ridículo que una niña quisiera ser caballero, era una auténtica locura.

– ¿Adónde vas, Laine? – solían preguntarle sus amigas o su tutora – ¿Has acabado ya todo el trabajo?

Ella se volvía y respondía con expresión ingenua:


– Sí, me da tiempo de practicar un poco de esgrima antes de ir al río. Además, de vuelta iré a los establos así que puedo cepillar los caballos de paso.

– ¿Es que sigues con esas cosas? Laine, mírate, ya casi eres una mujercita... tendrías que empezar a instruirte en las maneras de la corte, ¿o es que vas a cepillar caballos toda la vida?


– Claro que no, – respondía ella – seré caballero.

– Claro, claro, esa quimera... Ve, cariño, no cambiarás nunca – y su tutora u otra doncella reía con paciencia.

A Laine no le agradaba nada el entrenamiento en maneras de la corte. Era una cosa ridícula, vana y un absoluto aburrimiento. Desgraciadamente aquella mortal pérdida de tiempo era algo obligatorio para las jóvenes de su edad. Por fortuna las sesiones eran de poco tiempo y ella pasaba todo el que podía entrenándose en equitación y esgrima. Al inicio les pedía indicaciones a los instructores del castillo, pero cada vez se fue acostumbrando más a entrenar por su cuenta, ya que así podía aprovechar para alejarse unos momentos del mundo cortesano que tan poco le agradaba.

Llegó el día en que Laine creció hasta volverse una chica muy hermosa, momento en el cual se intensificó su entrenamiento de doncella, lo que le dejaba menos tiempo para salir. Era necesario, según su tutora, que conociera la manera correcta de colocar los cubiertos sobre la mesa, la manera de caminar ante la nobleza, que era distinta a la que había que usar con el campesinado o con el señor feudal, así como las múltiples florituras y reverencias para cada uno de los oficios y rangos nobiliarios, el modo correcto de situar el pan, cómo decorar un jarrón de flores según las estaciones, de qué modo se debe cortar la fruta para servirla a la comida, que era también diferente al modo en que debía cortarse para la cena, qué palabras utilizar y cuáles no en las distintas situaciones de la corte, en qué sentido se debía pasar la fregona, qué procedimiento era el apropiado para abrochar unas botas de diario y cuál unas de fiesta... Laine no entendía nada de todo aquello, mas soportaba las nuevas tareas con paciencia y no sin amor. Porque al final...

– Laine, cariño, concéntrate – le decía su amable tutora.


– ¿Qué sucede? – decía ella como despertando de una ensoñación.


La tutora la miraba con un amoroso aire de reprobación.


– Te has vuelto a salir del ángulo de la costura.


– Oh...

– ¿Estás bien, cariño? Es bueno que una doncella actúe con cierta distracción, pero esto es exagerado.

Laine entonces le contó lo vacía que se sentía últimamente. Allí estaban también otras chicas como ella entrenando sus habilidades costureras, de modo que todas trataron de ayudarla. Primero achacaron ese vacío a un problema de amores y, muy convencidas de ello, quisieron hacer alguna aportación al respecto, tratando incluso de adivinar la identidad del imaginario galán. Sin embargo nada tenía que ver con lo que preocupaba a la joven. Ella echaba en falta más tiempo libre que dedicar a la caballería, pues ahora estaba siempre ocupada, y así se lo confesó a sus compañeras y a su tutora.

– Pero cariño, – le sonrió la tutora – ¿aún piensas en esas tonterías?


– ¿Cómo que tonterías? ¡Es la razón de mi vida! Siempre he querido ser caballero, Ana, ya lo sabes.

La tutora la miró compasiva.

– Creí que ese sueño era algo que se te había quitado de niña...


Laine se sintió indignada ante aquello, así que no pudo evitar levantarse de golpe tirando la costura al suelo.

– Cariño, ¿qué haces? – se preocupó la tutora Ana – Has arrojado tu costura, se enredará y tendremos que empezarla de nuevo...


– ¿Es que nunca me habíais tomado en serio? ¿Qué he hecho siempre sino prepararme para ser caballero algún día?


– Pero es una locura, – le respondió otra doncella – ¿no ves que no hay mujeres caballero? Sólo tú te empeñas...

– Porque a mí me gusta la caballería, – dijo Laine – además odio estas labores...

– Sólo es cuestión de tener un poco de paciencia – respondía Ana recogiendo el trabajo de costura –. Con el tiempo aprenderás, eres una chica inteligente. En Tyrande hay caballeros de sobra, cariño. Tú concéntrate en servir en la corte, ya que has tenido la suerte de haber nacido mujer y no tienes necesidad de pelear en la guerra...


– La justicia en Tyrande no es buena, – decía ardorosa la joven – los caballeros no actúan virtuosamente ni conocen el código del honor. Hay hombres que se alistan por el sueldo y no por sus creencias, ¡yo sí creo en los ideales de la caballería! Además soy fuerte como los chicos, sé montar a caballo mejor que muchos de los que veo entrenándose en los establos... Igual que cualquiera, también yo tengo una oportunidad. ¿No dices siempre que el señor nos considera a todos iguales?

Ana sonrió.

– Sí cariño, – le dijo amablemente – pero el señor feudal no se rebela contra de los designios de la anatomía. Las mujeres poseen los dones naturales de belleza y elegancia, así es cómo nacemos. Por eso la chicas se hacen doncellas.

– Pero siempre... – quería hablar Laine, pero unos pucheros le impedían dejar salir las palabras. Siempre la había animado en su pasión incluso desde niña, disfrutado de sus relatos emocionantes y compartido su felicidad, o algo parecido.

– Es por tu bien, mi amor. – dijo Ana – Según te hagas mayor ya te irá cambiando el gusto.

Mas Laine sabía con ciega fe que eso jamás sucedería y, si algún día fatal se le pasase semejante idea por la mente, estaría segurísima que se trataría de un engaño vil quizá arguciado por la fuerza de la costumbre y la dejadez. Cierto es que la joven tenía un sincero aprecio hacia Ana, pero también era consciente ahora de que ninguna de las doncellas entendía su postura.

Se hizo saber un día que el señor feudal de Tyrande pronto convocaría una audiencia formal para escoger a sus nuevos caballeros y sus nuevas doncellas. El castillo había empezado a llenarse con invitados procedentes de todas partes del territorio, incluso con algunos procedentes de regiones vecinas o de lejanos países al otro lado del océano. Servir directamente en la corte privada del señor de Tyrande era un privilegio reservado sólo a los que éste considerase dignos y éstos serían elegidos en dicha audiencia de entre todos los candidatos que se presentasen en la sala del trono. Laine vio entonces una oportunidad para hacerse valer en la corte y fue por las alcobas en busca de algunas prendas que la pudiesen disfrazar como un hombre. Puesto que había tantos extranjeros, nadie cuestionaría su presencia, sin embargo tenía que cuidar su disfraz. Así pues, sin necesidad de demasiado esfuerzo encontró un jubón y unas calzas verdes que eran apropiados para ella. Usó sus botas con las que salía habitualmente a cabalgar para los pies y se cubrió la cabeza y el peinado con un gorro con una pequeña visera que le ocultaba algo el rostro.


Afortunadamente fue capaz de esquivar a las doncellas un día antes de la audiencia, en el cual decidió probar su disfraz paseando con él puesto por el castillo. Las doncellas estaban como locas con los preparativos de la celebración, que duraría nada menos que dos semanas y media, de modo que a Laine no le fue excesivamente difícil acudir de incógnito a su alcoba, sacar el conjunto del baúl en que lo había ocultado bajo unas prendas suyas y salir de nuevo con apariencia masculina.

Paseando por los pasillos vestida de hombre, Laine intentaba permanecer calmada y tranquila. Incluso con un buen disfraz, la actitud también era importante. No debía mostrarse preocupada, a pesar de que debía estar alerta por si alguna doncella que pudiera reconocerla pasaba cerca de ella.

– ¡Oye! – sonó una voz grave.

Laine pensó que alguien podía haberla descubierto, pero aquella sólo era una posibilidad y si huía se estaría delatando automáticamente. Además, huir es de cobardes, pensó ella, de modo que debía arriesgarse en aquel momento y lugar.

– ¿Sucede algo? – dijo girándose y tratando de poner una voz masculina.

El hombre de voz grave parecía un soldado curtido, con las partes visibles del cuerpo llenas de cicatrices y una coraza de aspecto tan pesado como su musculatura.

– ¿Tú eres de aquí, chaval?

Laine tenía que pensar rápidamente la mejor respuesta.


– Ehm... No.

Era una buena señal, el soldado parecía pensar que Laine era un chico.


– Ah, – respondió hurgándose en una oreja – me pareció que sí... caminas con un paso tan seguro que parece que conocieras el castillo.

– Eso es porque tengo buena orientación... – improvisó Laine – He venido desde el otro lado del mar para servir como caballero.


– Anda, ¿no eres tú muy enclenque para caballero? – respondió el hombre – No sé si te habrá merecido la pena venir desde tan lejos sólo para eso...

Aquella actitud tan grosera enfurecía a la joven Laine y, ya segura de su disfraz ante aquel brutote, lanzó contra él su indignación.


– Dudar de la fuerza de un caballero es una grave ofensa, ¿acaso no conocéis el código del honor?

– ¡Hahaha! Bravo, chaval... por lo menos eres valiente. Aunque no sé yo si eso te servirá de mucho. Con esa cara tan bonita igual te compensaba más vestirte de mujer y hacerte pasar por doncella.


– Será posible... ¡no consentiré más insultos!

Pero en ese momento, una cohorte de doncellas atravesaba aquel pasillo acompasada por risitas nerviosas, las cuales advirtieron a Laine de su presencia. No podía arriesgarse a ser descubierta, de modo que hizo un sobrenatural esfuerzo por calmar sus ánimos ante el grotesco guerrero.

– Déjalo mientras puedas y vuélvete a tu casa – le decía él más seriamente –. Eso del honor sólo sirve con los críos, aquí lucharán hombres hechos y derechos.

Laine ardía de rabia, pero debía irse ya. Ajustaría cuentas con aquel soldado tan indigno el día de la audiencia. Puede que pareciera muy fuerte, pero ella estaba segura de vencerle en habilidad. Además, ella sí creía en el código de honor de la caballería y aquello le daría fuerzas para sobreponerse a cualquier obstáculo.

No tardó en salir discretamente hacia otro pasillo cuando se encontró de frente con un miembro de la guardia de palacio.

– Oye, – le dijo el guardia – ¿quién eres tú? No recuerdo haberte visto antes.

Laine le dijo al guardia lo mismo que le había contado al otro guerrero.


– En ese caso – respondió el guardia – apuesto a que estás buscando la sala del trono. Acompáñame.

Eso era estupendo, pensó Laine. Si se presentaba ante el señor feudal y éste la tomaba por un hombre, su palabra acabaría con las sospechas de cualquier doncella y no tendría ningún problema en la audiencia. Por tanto dejó al honrado guardia que la condujera hasta el salón del trono del castillo.

– Aquí es, – dijo el guardia – ¿deseáis que os anuncie?


Ella rehusó. Al margen de que a Laine nunca le gustaron demasiado las formalidades, estaba ansiosa por entrar allá y deseaba hacerlo ella sola. Abrió entonces las inmensas puertas y, en pocos pasos, se encontró en el gran salón. En el extremo opuesto, sentado en su trono, se encontraba el señor de Tyrande y junto a él su consejero. Laine apenas había visto al señor feudal más de unas cuantas veces y era de esperar que él no se acordara en absoluto de ella. Armada con valor y esperanza, la joven cruzó la alfombra roja y realizó una reverencia.


– ¿A qué debo vuestra visita, joven? – dijo el señor con su cálida voz, apenas estropeada por la edad.

– Señor, mi nombre es Timoteo Dendron y he venido desde el distante territorio de Canariya al otro lado del océano para probar mis habilidades como caballero. Sería un inmenso honor ser elegido para serviros.

– Levántate – dijo el apacible señor –. Debo entender, pues, que deseáis participar en la audiencia, ¿no es así?

– Así es, señor. Demostraré que soy digno de este castillo. Soy un excelente caballero, como podrá apreciar mi señor durante la audiencia.

El señor feudal observó largamente a Laine con expresión suspicaz, mientras que el consejero estaba inmóvil como si fuera una estatua. Aquello inquietó a la joven. Si el señor la descubría, no habría nada que pudiera hacer.

– No parecéis ser muy fuerte, – observó el señor de Tyrande – mas es la verdad que ha habido desde tiempos remotos muchos grandes hombres que, aún siendo de apariencia frágil como doncellas, han sido capaces de realizar increíbles proezas en la batalla. Así es que no conviene emitir juicios petulantes que puedan insultar la valía de mis caballeros. Decidme, ¿conocéis el código de caballería, por el que se deben regir todos los caballeros de Tyrande?

Aquello sí era un noble, pensó Laine.

– Desde luego, señor. Lo conozco desde que era un niño y soy un gran defensor de él. Me turba ver a muchos hombres que, en diciéndose llamar caballeros, se ponen al servicio de mi señor sin respetar en absoluto el código del honor de la caballería.


– Esas palabras son de demasiado peso, joven – repuso el consejero con voz avinagrada.

– No pasa nada, – dijo el señor – mas es cierto que tal arrogancia necesita un sólido respaldo. Caballero, tu señor te pide que demuestres esa devoción.

– Con gusto, señor – dijo Laine haciendo una ligera reverencia con la cabeza.

El señor se aposentó en su trono y observó a la joven.

– Durante estos días han acudido a mi palacio infinitud de hombres afirmando su derecho a ser caballeros a mi servicio, sin embargo su origen era muy diverso y algunos eran incluso antiguos bandidos que solían atacar mis tierras y las vecinas. Hubo guardias que reconocieron a unos cuantos y los trajeron ante mí para probar su valía como caballeros y yo les ordené formar dos escuadrones. Cada uno partió a un pueblo, los dos con la tarea de recoger impuestos. Les dije que si eran capaces de realizar correctamente la tarea, olvidaría su vida pasada y podrían participar en mi audiencia. Si no, serían ejecutados por sus crímenes. Los comandantes de ambas expediciones regresaron hace poco al castillo y los he mandado llamar para que me comunicasen en persona los resultados de su misión. Esperémoslos, ya que te servirán para demostrar la justicia de tus palabras.

Pasado un breve rato, las puertas de la sala se abrieron y pasaron por ellas dos hombres musculosos y de aspecto bastante sucio, uno calvo y grande y el otro algo más pequeño, de melena castaña y una cicatriz en un ojo. Ambos saludaron al señor y se equipararon a Laine. El señor les dio la bienvenida y exigió saber entonces cómo habían ido las recaudaciones de impuestos.

– El pueblo al que fuimos parecía que había sido atacado poco antes de nuestra llegada, – dijo el calvo – así que ordené a los míos que rastreasen los alrededores. Al final uno encontró la cueva de los asaltantes, les dimos una paliza y nos llevamos las cosas que habían robado; pero eran tan pocas y el pueblo estaba tan mal que nos dieron un poco de lástima, así que solamente les pedimos la mitad del impuesto normal, diciéndoles que ya darían el resto cuando pudieran.

– En nuestro pueblo no querían pagar, – dijo el de la cicatriz en el ojo – así que matamos a su jefe y nos llevamos los impuestos a la fuerza.

Laine escuchó con detenimiento las confesiones de ambos comandantes y esperó que el señor feudal le preguntase su opinión sobre el asunto.

– Señor, está claro que este hombre – dijo señalando al calvo – está decidido a dejar atrás sus días de bandido, de modo que después de haber jurado por su honor servir siempre a los principios de la caballería, debería considerarse digno de vuestra audiencia. Sin embargo, – dijo esta vez refiriéndose al otro – éste ha maltratado innecesariamente a los siervos de mi señor únicamente por cobrarles un impuesto que no podían pagar. Alguien que valora el dinero por encima de las personas nunca será digno de convertirse en caballero.

Ambos comandantes miraron con curiosidad a Laine y después al señor feudal. Fue el hombre calvo el que se adelantó para hablar.


– ¿Qué sucede aquí, señor? – dijo.

El señor parecía sonreír y poco a poco su sonrisa se fue convirtiendo en un alegre carcajeo.

– Magnífico, caballero... me habéis divertido como pocos han conseguido hacer. Pero no habéis sido avispado, ya que estos dos hombres en realidad no eran bandidos, sino dos verdaderos comandantes de escuadrón a los que había mandado llamar para su informe habitual y para coordinar la audiencia de caballeros de mañana.

Laine se hallaba ciertamente confusa.

– Esto es sin duda parte de la prueba, señor – dijo ella –. Estos dos hombres no pueden ser de ningún modo caballeros, tienen todo el aspecto de mercenarios o bandidos...

Sin embargo, el señor de Tyrande seguía riéndose, aunque aquel comentario no pareció sentar bien a los dos hombres.

– Sois increíblemente ingenuo, caballero – replicó el señor –. Ellos son en verdad mis comandantes. No os he dicho sino que eran bandidos para no coartar vuestro pensamiento. Sin embargo, la prueba era real, ya que últimamente ha faltado dinero en las arcas y quería averiguar por qué. Ahora lo sé y tomaré medidas al respecto. Si, como decís, conocierais el código, sabríais que una de sus ordenanzas es la de recaudar puntualmente los impuestos, caballero.

– Eso no es posible, mi señor se está burlando – dijo Laine algo agitada –. No hay honor en quitar al pobre su sustento... además, los aldeanos que pagaron menos habían prometido pagar el resto cuando se hubieran recuperado. La palabra dada a un caballero es...

– Suficiente – dijo el señor no sin cierto aire benevolente –. Al final parece que vuestras aseveraciones no estaban tan a la altura de los hechos como debieran... aún así, entiendo que al ser extranjero poseáis extrañas costumbres. Sin embargo, el código no está compuesto de ideales. Son leyes, ordenanzas que todos los caballeros deben cumplir.

Laine miraba incrédula a aquel hombre de mediana edad con corona y manto que se hacía a sí mismo llamar señor de Tyrande. Lo que estaba oyéndole decir no tenía sentido alguno.

– Mañana podréis demostrar vuestras capacidades durante la audiencia. Hasta entonces tenéis tiempo para meditar, así que no debéis preocuparos demasiado, esto no era una prueba oficial y no ha sucedido nada lamentable. Retiraos, caballero.

Laine hizo una torpe reverencia y al instante abandonó la sala. En su interior se hallaba sumamente confusa. Acaso el señor feudal simplemente se había reído de ella al reconocerla bajo su disfraz de hombre, pero no, aquello habría resultado en un final muy distinto. No sabía a qué atenerse.

Al llegar el siguiente día, la joven fue abordada nada más levantarse por las doncellas veteranas, quienes habían estado muy preocupadas por su repentina ausencia el día pasado. Mientras algunas la peinaban, otras le escogían un vestido bonito.

– ¿Dónde has estado ayer, cariño? – preguntó Ana.

Laine se veía como ausente de la realidad, una especie de muñequita en manos de las otras doncellas que se afanaban en ponerla hermosa.


– He visto al señor hablando con un caballero – dijo ella, aunque sin mencionar nada de su disfraz – y me he sentido decepcionada. Él era un caballero honorable, pero el señor no lo apreciaba en su justa medida... o eso creo.

– Debes cuidar lo que dices, cariño – decía su tutora mientras le limpiaba las uñas –. El señor es quien dice las leyes, así que si él no lo creyó honorable, no podía serlo, ¿comprendes?

– Pero el honor está por encima de la ley humana, no tiene sentido de otro modo.

Una vez el cabello rubio de Laine estuvo liso y hermoso, Ana despidió a las doncellas que se lo peinaban. Su vestido ya había sido escogido por las otras, era un fino vestido rosa con la pechera color rojo profundo y la falda cuidadosamente almidonada.

– Ahora ya ves – dijo Ana con dulzura – que el código del honor de verdad es distinto al que te inventaste cuando eras niña. Aquello eran romanticismos, cariño, pero ya pasó. Mira, tengo algo para ti – rebuscó en sus faldones y de ellos sacó un par de preciosos pendientes de lapislázuli en forma de prisma –. Eran de tu madre, ¿qué te parece? Le habría gustado verte con ellos el día de tu audiencia... Anda, deja que te los ponga.

Laine se dejaba hacer. En verdad eran unas joyas de intensa hermosura que además hacían juego con sus ojos. Aún así, en su interior continuaba agitada; todo aquello seguía pareciendo una fantasía, un mero espectro de la realidad que ya no estaba tan segura de recordar como antes. En el momento en que su oreja fuera profanada por la punzada de aquella aguja, todo habría acabado.

– No sé si serán la mejor prenda para un caballero, – bromeó Ana – pero son perfectos para ti. Aquí los tienes – se produjo una larga pausa –. Ahora dejaré que te vistas tranquila, pero no te demores, ¿de acuerdo? – se levantó despacio de su banqueta y salió de la alcoba mirando a la joven con ternura –. Estoy orgullosa de ti, cariño. Siempre lo estaré.

La audiencia para los caballeros y las doncellas se aproximaba cada vez más. Mirándose al espejo, Laine se sentía extremadamente confusa y no sabía qué hacer. El pánico la abrumaba, toda su vida parecía acabar en aquel instante. Tenía que salir de su alcoba.

– Laine, cariño, – sintió cómo su tutora llamaba – ¿estás lista?


En un acto reflejo, Laine corrió hacia la ventana y saltó, cayendo junto a las caballerizas sobre un lecho de paja. Todos estaban en el castillo y ahora tenía ocasión de disfrazarse de nuevo para asistir a la audiencia como caballero, así que entró rápidamente en el almacén de armamento que se encontraba al lado mientras esquivaba la posible mirada de algún potrero.

Allí dentro estaban las armas y armaduras que usaban los caballeros feudales. Laine aseguró la puerta con un pesado tablón para que nadie pudiera entrar. Estaba resollando. Esperó a calmarse para estar completamente segura de que nadie podía descubrirla allí dentro. Entonces se dispuso a escoger la armadura y espada que mejor le asentasen. Fue de su agrado una brillante armadura plateada a la que quitó algunas piezas para ajustarla mejor a su cuerpo, restándole algo de peso en las extremidades y el vientre. Una espada larga y un escudo de acero serían apropiados para ella.

Entonces vio su reflejo en el escudo que había elegido, su rostro perfumado, sus largos cabellos dorados, toda ella embutida en armadura de caballero. Volviendo a su memoria la imagen de aquellos pendientes, tomó la decisión definitiva.

El caballo relinchó y cargó contra la puerta del establo, un yelmo cerrado cubría el valeroso rostro de Laine. Ahora estaba claro que no había opción. Había huido del castillo.

El revuelo y el castillo de Tyrande quedaron lejos en un instante, así como cualquier soldado que pudiera quedar fuera y tuviera remotas ganas de seguir al caballero huidizo de identidad desconocida. Laine era además experta en montar a través del bosque, dificultando así que cualquiera fuera capaz de seguirla aún queriendo hacerlo.

“La justicia no existe en este mundo, el código del honor no es respetado...”, aquellas ideas la perseguían desde el instante mismo en que emprendió la huida y no dejaban de acudir a ella en forma de fantasmas acechantes según iba dejando atrás al castillo. La idea de servir como doncella no satisfaría el espíritu aventurero de Laine; por otro lado, la verdad que había descubierto sobre los caballeros era algo que en su corazón nunca aceptaría. Había decidido, pues, huir hasta donde la realidad del castillo no pudiera darle caza jamás. Aquel pensamiento, unido a su instinto de supervivencia y a su férrea determinación, eran lo que le impulsaba a cabalgar cada vez con más vigor para alejarse lo más posible de aquel lugar y dejarlo para siempre.

Laine corrió sin mirar atrás hasta que el caballo se le acabó por morir de agotamiento. Estaba en algún lugar en medio de un bosque frondoso con montañas a su alrededor. La joven descendió de su maltrecha montura y tiró con rabia su yelmo al suelo, haciéndolo rebotar contra la tierra pedregosa de la foresta.

– ¡Maldito seas, caballero Zifar! ¡Tú y todos tus caballos muertos!


En cuanto la joven había calmado su rabia, miró a su alrededor y empezó a tomar conciencia del lugar en que se encontraba. Bosque por todos lados, montañas frondosas a lo lejos, debía de encontrarse ya en la frontera de Tyrande. Estaba ciertamente lejos del castillo y, con su montura fenecida, no había más opción que continuar el camino a pie. Debería asar al caballo y luego dedicarse a cazar jabalíes o algún lobo si quería sobrevivir. En cualquier caso, había sobrevivido su espíritu. En el castillo siempre habría sido esclava de pretensiones ajenas. Ahora era inútil pensar más en ello. Quizá ni la estuviesen buscando y, aunque lo hicieran y dieran con ella, ella sabría defenderse. En aquel paraje inhóspito, Laine ya era libre.


Sin duda era necesario, en aquel mundo de ideales corrompidos, la figura de un caballero que creyera de verdad en el honor y el amor, haciéndolos valer con su mera presencia tanto en la corte como el campo de batalla defendiendo con su luz y su fuerza a los desvalidos. Aún así, la joven ya no era capaz de sentir como antes aquellos ideales de esperanza. Confusa y con el corazón cerrado, sólo sería capaz de confiar en la fuerza de su espada como un mercenario a partir de ahora.

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