Capítulo 7~ El curioso caso del marqués menguante ~
- Skale Saverhagem
- Mar 21, 2012
- 20 min read
Updated: Nov 13, 2024
Entonces el asesino se quitó la amplia capucha que ensombrecía su rostro.
– ¡Anda! Así que eras tú.
Hakon reconoció entonces a su compañero Euthanasius, quien exhibió una pequeña sonrisa.
– He descubierto cosas mientras est... – pero antes de que el hechicero pudiese darse cuenta, Hakon estaba oteando el plaza con extraños aspavientos – ¡eh!
– ¡¡No está!! – el paladín se había vuelto de nuevo hacia el hechicero y esta vez su mirada se encontraba peligrosamente cerca de su compañero – ¡Me la has espantado, escudero! ¡¡Maldita sea, era la chica perfecta y ya no la veo!! ¡¿Cómo piensas compensarme por ello?!
Ahora el que se había quedado sin habla era Euthanasius. De nuevo, sin esperar respuesta, Hakon volvió a otear el horizonte como una veleta esquizofrénica.
– ¡Tiene que haber ido a alguna parte! Era preciosa, ¿tú la ves, escudero? ¡Vamos, ayúdame! Pero recuerda que es mía... No la veo, maldición, ¡era tan bonita!
Mientras Hakon seguía intrépidamente veleteando, a Euthanasius no le venía más palabra que una a la mente.
– Parthenopípës...
Ciertamente cabe aclarar que el término, en la lengua hablada durante la Primera Era de la Humanidad y actualmente conocida sólo por algunos conocedores de la historia antigua, significaba también “atontado” o “pasmarote”. El hechicero pensaba en toda la extensión semántica de la palabra para aludir a nuestro buen aprendiz de caballería como un bobo enamoradizo.
Así pues, mientras Hakon dejaba paulatinamente su diligente observación, Euthanasius aprovechó para tratar de comunicarle lo que había descubierto durante la noche y parte de la mañana. Sin embargo, antes de que éste pudiera hablar, de nuevo sucedió algo que lo interrumpió. Y era que los clarines volvieron a sonar, esta vez en el centro mismo de la plaza, de modo que tanto Hakon como el resto de las gentes que allí había congregadas favoreciendo en lo poco que podían el que él y su compañero pasasen desapercibidos, todos y cada uno pudieran ver con claridad al soldado que subía al pedestal que había situado en mitad del lugar, desenrollaba una especie de papel o pergamino y anunciaba en alta voz:
– Ahem... eeeeeh... ¡atención! – ante aquel inusual suceso se produjo un murmullo general – ¡Atencióoooon...! Aten... ¡¡ESCUCHAD, MALDITA SEA!! – el murmullo cesó – Ahem... ¡Éste es un anuncio para todos los habitantes de la ciudad de Leniesch, capital del antiguo feudo y actual comarca del mismo nombre! ¡El marqués Don Gemblur, actual regente de la ciudad, ha sido recientemente víctima de una maldición desconocida! ¡Aquél que consiga curar a su excelencia recibirá una gratificante recompensa! Se abrirán audiencias a partir de este instante y recordamos que es obligación de todo ciudadano el prestar aquella ayuda de la que sea capaz, ¡¡es todo!!
Cuando el guardia paró de hablar, una serie de murmullos cada vez mayor hizo eco en toda la plaza e incluso hasta las mismas murallas de la ciudad. El marqués maldito, se trataba de un mal presagio para los habitantes de Leinesch, tan dados a las supercherías como cualquier provinciano. Sólo la gente que había recorrido algo del mundo, como era el caso de Euthanasius, mantenían cierta calma y serenidad. En cuanto a Hakon, quien había salido hacía sólo dos días de su pueblo natal por primera vez, su instinto heroico hizo que su reacción fuese diferente a la de marujas y supersticiosos.
– Esto es sin duda obra de la profecía del malvado Kamastro, escudero. ¡Es una ocasión perfecta para demostrar que soy un auténtico caballero, librando al Don Vodka ése de sus penas!
Euthanasius permanecía de espaldas al inexperto, con la mirada perdida en lo que a Hakon le parecía un punto intermedio entre el guardia y su propio cogote.
– Es demasiado pronto para que la influencia de la profecía haya afectado tanto a alguien. Debe tratarse de alguna enfermedad común o una medida política... – hubo una pausa en la que probablemente un hechicero podría haber pensado alguna cosa, mas la mente de un caballero, o cuando menos de un aprendiz de caballero, no habría sido capaz de articular nada coherente y menos en aquel momento y lugar – En cualquier caso no nos concierne.
– ¿Cómo no? ¿No es deber de un héroe ayudar a los menesteroseros? ¡Además, ha dicho...!
El hechicero se volvió entonces hacia su inexperto compañero de viaje.
– Debemos evitar cualquier peligro innecesario – y diciendo ésto se llevó las manos de nuevo a la capucha –; además, conozco al regente, es un individuo corrupto por su cargo. Continuaremos nuestro viaje de inmediato, aquí no nos retiene nada.
Diciendo esto, Euthanasius se encaminó encapuchado a abandonar la plaza.
– ¡Espera, escudero! – lo agarró Hakon de un brazo – Antes tengo que arreglar mi equipo. Escudeerooooooo... – era inútil tirar de él; de hecho, era Euthanasius el que tiraba de Hakon por las calles de la ciudad mientras él iba arrastrado cual remolque paladinesco.
Al final llegaron frente a la posada. Pararon un instante, en el que Hakon casi cae al suelo de un traspiés, y allí Euthanasius dejó al pobre e inexperto paladín con las siguientes palabras:
– Esta noche dejaremos la ciudad. Hasta entonces, por lo que más quieras, no llames mucho la atención.
Sin más, la oscura capa del hechicero despareció entre la gente de la calle. Hakon aprovechó la situación para entrar entonces en la posada, recoger de allí sus maltrechas armas y llevarlas al artesano que casualmente se hallaba en frente del lugar donde se hospedaban. En tan funestas condiciones estaba el equipo, y tan poco en serio fue capaz de tomar el artesano al aspirante a paladín, que lo único que hizo el hombre fue añadir unas tachuelas de hierro a las astillas que formaban el escudo, limpiar un poco el óxido de las demás armas y unir las que estaban rotas con un poco de cinta aislante. Sobre lo que tuvo que pagar Hakon por el arreglo, o siquiera si tuvo que pagar algo, no se recoge nada en los manuscritos, así como si finalmente él o su insigne escudero llegaron a pagar la habitación en la posada.
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Los senderos que iban desde Leinesch hacia los pueblos de alrededor estaban mayormente llenos de carruajes de mercaderes deseosos de vender su género en la ciudad o incluso en mercadillos de pueblo. Sin embargo, a pleno sol de mediodía y con el aire lleno de esperanzas para los negociantes, un sendero permanecía inexplicablemente vacío de cualquier carro o similar. Lo que sí había en él eran tres intrépidos viajeros que iban andando hacia atrás el camino que hay desde Trila hasta Leinesch, uno de ellos con un letrero entre las manos.
– Para una vez que tenemos dinero, todavía no me explico por qué no nos para nadie... – dijo el hombre del cartel.
– No creo que nadie sea capaz de entender eso que llamas letra, Monte – respondió Aiye, quien iba con Nerón y el ladronzuelo los tres caminando hacia atrás por ver los carros que pudieran llevarles. Pero no había ningún carro.
– Eh, yo soy el único que sabe escribir algo que no sea druídico – se quejó Monte, a lo que Nerón respondió con una sonrisa que entreveraba una disculpa.
– Pues a mí tu letra me parecen serpientes apareándose de manera obscena – dijo Aiye –. Aah, como esto siga así no vamos a llegar nunca... ¡¿Por qué me he tenido que juntar yo con un ladrón de tres al cuarto que no es capaz ni de...?!
– ¡Auch! – se oyó repentinamente a Nerón, que iba el primero detrás de la comitiva.
– ¿Qué pasa? – preguntó Aiye sin mirar a su compañero, incómoda porque alguien había interrumpido sus desahogos.
– Creo que he chocado con algo detrás de mí...
Los tres se dieron entonces la vuelta y contemplaron con asombro que su amigo el druida había dado con una amplia muralla de piedra. Un poco a la izquierda del grupo había una entrada con un gran letrero que decía “LEINESCH”.
Con la cara paralizada por las circunstancias en una sonrisa histérica, fue Monte Fuji quien resumió sucinta y brevemente la emoción de aquel inesperado momento.
– Anda...
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Al otro lado de la muralla las gentes bullían con aparente preocupación por las calles de la ciudad mientras algún guardia se veía a veces interpelar a alguien viejo o con aspecto de curandero. Hechizado o enfermo de la barriga, la situación del marqués había revuelto Leinesch de una forma tal que las calles se habían sumido en un repentino estado de caos. La consecuencia que el anuncio hecho en la plaza había provocado en la vigilancia habría permitido infiltrarse a cualquiera dentro de los muros de la misma... o a alguien lo suficientemente hábil dentro de los muros del palacio del regente. Concretamente, a alguien lo suficientemente hábil y a Hakon.
– Explícame cómo hemos llegado a esta situación...
En lo profundo de los túneles del castillo, la voz del hechicero sonaba como el susurro del viento. Él y aquel llamado a convertirse en el supuesto salvador del mundo, al margen por supuesto de que hubiera sido también el provocador patente de su condena, iban surcando un oscuro y angosto pasadizo a la luz que ofrecían las escasas rendijas entre la piedra. Es posible que la visión de nuestro intrépido caballero no estuviera entrenada para la oscuridad, pero haber crecido donde en las noches de luna nueva no había más luz que la de las estrellas en el firmamento1 hacía que fuera bastante aguda como para caminar sin tropezarse.
– Verás, Eurípides... – procurando imitar en lo posible el susurro de su compañero, el inexperto comenzó a explicar – yo estaba esperando el arreglo de mis armas y mi escudo, así que me fui a dar un paseo. Entonces te vi entrando por un hueco del castillo, hemos avanzado un poco por estos pasadizos y ahora estamos aquí.
– No me digas – respondió el oscuro hechicero –. Lo que yo quiero saber es por qué me has seguido.
– Un buen caballero siempre sigue a su escudero... no, espera, ¿no tendría que ser al revés? Es igual, quería saber adónde ibas. ¿A qué viene meterse por un sitio tan siniestro?
Con una vena a punto de estallarle en la frente, el hechicero mantuvo la calma como pudo y, una vez más, se dirigió a su inexperto compañero.
– Aprovecho la confusión para entrar a escondidas en el palacio del regente y sustraer un poco de dinero de las arcas del tesoro para sufragar nuestro viaje, o sea robarle a un gordo corrupto como el marqués Gemblur en beneficio de los pobres vagabundos que van a salvar el mundo, es decir, de nosotros. ¿Está claro ahora?
– Me lo podías haber explicado antes... – dijo Hakon con abatimiento.
– ¡Ya lo he hecho! – replicó el hechicero, que era incluso capaz de gritar los susurros – Lo que pasa es que tienes la increíble capacidad de atención de un colibrí borracho. Ahora sólo espero que no nos descubran.
En su sigiloso avance por entre los túneles y mazmorras del castillo, llegaron a un lugar desde el que, a través de unos barrotes del techo, podía verse una de las salas del palacio. El lugar parecía estar totalmente despejado y, según estimaciones del hechicero, estaban muy cerca de la cámara en que el marqués guardaba sus codiciosas arcas. Con ayuda de un puñal y unas ganzúas que se sacó de entre los ropajes, Euthanasius consiguió desprender los hierros del techo abriendo un pequeño boquete en el suelo de la estancia, pero lo suficientemente ancho como para que él y su paladinesco compañero de fechorías pudieran ascender colándose por él. Una vez arriba se percataron de que la estancia era en realidad un amplio corredor que se extendía no más de unos metros en ambas direcciones, adelante y atrás, girando luego para perderse de vista en cada uno de los lados por una esquina.
Ante aquello, los dos infiltrados no tenían más remedio que rastrear el lugar lo más discretamente posible. Euthanasius volvió a colocar los hierros en su sitio y puso además un pequeño tapiz que había en el suelo encima del agujero, para tapar el lugar por el que habían entrado y que nadie pudiera descubrirlo.
– De acuerdo, vamos – dijo el hechicero haciendo una señal a Hakon... pero Hakon ya se había ido. Y en la otra dirección.
Lo primero que vio el paladín al empezar a girar la esquina fue una magnífica armadura de gala con alabarda incluida que estaba expuesta al otro lado del corredor. En lo que no se fijó fue en que dentro había una persona.
El aspirante a caballero admiraba la armadura de arriba a abajo, pues era muy brillante y además parecía ser de muy buena calidad. Cuando llegó a la altura del yelmo cerrado, notó cómo un aire ligeramente maloliente le salía de las rendijas de la visera. Al inicio eso le produjo cierto asco, aunque no tanto como el que sentiría alguien con menos aptitudes caballerescas y un olfato menos atrofiado; sin embargo, creyó que podía ser que una rata o algo así se hubiese colado dentro, de modo que acercó la vista al interior del yelmo. Y entonces vio cómo dos ojos acechantes lo miraban con ira mientras el resto del guardia comenzaba a moverse para cazarlo.
– ¡¡Intruso!! – gritó el guardia de la armadura, lo cual fue la prueba definitiva para Hakon de que ahí dentro había alguien y ese alguien podía ser peligroso.
El inexperto aspirante a caballero pensó entonces en huir cuando otro guardia venía corriendo desde el fondo del pasillo. Hakon tenía pocas posibilidades contra dos soldados con armadura, sobre todo con su equipo aún en casa del artesano. Sin embargo el pensamiento de fuga se evadió raudo del interior de su espíritu, recordando que él era el héroe salvador del mundo. Y los héroes no huyen ante el peligro.
Los dos soldados se acercaron entonces para prenderle, ligeramente preocupados por lo que a ellos les parecía una sonrisa maquiavélica en el rostro de un chaval esmirriado. Euthanasius, que estaba observando la horrible situación desde la esquina, se cagó hondamente en los antepasados del paladín y de aquél que le había encargado su custodia.
– ¿Quién eres y por qué estás aquí? – un soldado interpeló a Hakon con tono autoritario, mas no sin cierta desconfianza. Temía que aquel intruso con aspecto de perturbado dijese algo. De hecho estuvo a punto de hacerlo, lo cual habría tenido cierto sentido ya que la gente suele querer responder a las preguntas. Aún así, una sombra detrás de él se le adelantó, para asombro y a la vez tranquilidad de los dos guardias.
– No pasa nada, yo estoy con él.
Ambos soldados observaron cómo Euthanasius se situaba a la altura del paladinesco intruso. Probablemente la intención del oscuro personaje fuese la de confundir a los guardias con uno de sus sortilegios, pero eso es algo que nunca se sabrá... ya que, al menos en esta ocasión, el sentido del heroísmo de Hakon fue más rápido.
– ¡Ha! – gritó poniendo a los soldados de nuevo en alerta – Mi nombre es Hakon Átekhnos, el legendario caballero venido desde Khorill y decidido a acabar con la corrupción. Un golpe de mi espada podría partir una vaca en cuatro partes y media... tanto es mi poder que incluso este mago tan poderoso ha decidido servirme como escu...
La oscura voz de Euthanasius intervino entonces con premura.
– Hemos venido por la dolencia del regente, ehm... su excelencia. Creo que puedo averiguar con mis conocimientos de qué se trata y posiblemente curarla. Pero este sitio es tan grande que creo que nos hemos perdido...
Asombrados, aunque sin perder la desconfianza, los dos guardias escoltaron a Hakon y Euthanasius por los pasillos del palacio del marqués, quien en aquellos momentos se encontraba en la sala de audiencias sentado en un brillante trono de oro y terciopelo que además tenía joyas incrustadas, bastante excesivo teniendo en cuenta que se trataba de la silla del señor de una pequeña provincia – sería excesivo incluso para el emperador más imperial en un arrebato de lujo ostentoso, pero el marqués era así; según se decía, él siempre había tenido algo de emperador2 –. Una mantita de franela con bordados le cubría las piernas y le llegaba hasta el suelo. La sala, de forma y decoración más austera y natural, estaba llena de los soldados que guardaban la seguridad del regente y junto a él se encontraba su consejero, un hombre alto y medio calvo de finos bigotes que también se ocupaba de arreglarle los zapatos.
Don Gemblur estaba furioso y cabreado. Había pasado todo el día y parte del anterior en aquel estado. Desde la noche en que se percató que no llegaba a verse en el espejo más que la punta de los pelos de la cabeza su actitud había pasado de ser la de un hombre corrupto pero razonable a la de simplemente un hombre corrupto. Y aquello preocupaba mucho a su guardia... no porque les preocupara excesivamente la salud física de su gobernante, sino sobre todo por la tendencia a colgar soldados que había ido desarrollando con celeridad durante esos dos días. Absolutamente nadie se atrevía tan siquiera a murmurar acerca de la supuesta maldición menguante que sufría el marqués y mucho menos a achacarla a un simple problema de calzado.
Cuando la puerta de la sala de audiencias se abrió con un ceremonioso retumbar, el insigne Hakon y su no menos famoso escudero entraron por ella acompañados de los dos guardias.
– ¡Marqués, su excelencia! – berreó uno de los escoltas – Estos hombres dicen poder hacer algo para curar vuestra maldición.
El marqués miraba a ambos intrusos, ahora presuntos curanderos, no sin cierta actitud perezosa en sus pequeños ojos. Por su parte, ambos repasaban su cuidadosamente planeada estrategia entre sutiles susurros.
– ¿Por qué se te ocurrió presentarme como un mago, imbécil? – decía horriblemente furioso Euthanasius.
– ¿Es que no lo eres? – respondía con inocencia el inexperto.
– ¡¿Me has visto llevando por ahí un sombrero picudo o tirar bolas de fuego a la gente?! Detesto a los magos, ¡son todos escoria! Como vuelvas a hacer una cosa así te juro que...
En el proceso, la correosa voz del marqués apareció para exigir atención.
– ¿Qué puede hacer por mí el famoso Destructor? – preguntó no sin malicia y acompañando la pregunta con algo que se quedaba a medias entre una tos y una risa tontuna.
Hakon observó entonces al hechicero. Había oído una vez llamarlo por aquel nombre y también fueron soldados de Leinesch. Al oírlo, toda la guardia presente pareció hallarse poseída por un estremecimiento y los rumores llenaron la pequeña estancia. Nuestro paladín se preguntó entonces qué clase de siniestro pasado estaría ligado a tan terrible apodo, aunque su pensamiento se vio interrumpido por la trayectoria de una mosca que pasaba por allí y que ahora estaba revoloteando por la sala.
– No creas que no te había reconocido – continuó el marqués – o que no recuerdo perfectamente tus crímenes. Crees que olvidaré tus fechorías si me liberas de la maldición que me ha hecho encoger...
– Es un intercambio justo – respondió con calma el hechicero.
Un sudor desagradable pendía por la cara del consejero. De todos los presentes parecía el más inquieto... pero las circunstancias le eran tan desfavorables que podría ser empalado igual que todos los soldados que habían ridiculizado, o tan siquiera comentado, la aparentemente extraña dolencia del regente. Pero aquel hombre no podría correr una suerte distinta, incluso siendo un hechicero.
– Me parece apropiado – resolló el marqués –, así no tendré que darte dinero. ¡Habla! ¿Por qué estoy encogiendo? ¿Qué ha hecho Leinesch para enfadar a los dioses y que éstos castiguen así a su regente?
Euthanasius se preparó para decir algo cuando un grito en el pasillo interrumpió su pensamiento. La puerta volvía a abrirse, entrando esta vez por ella tres guardias que arrastraban a la mujer de la que procedían aquellos gritos junto con otra inmóvil, a la que llevaban inconsciente como un saco de patatas. Uno de los guardias pateó a la primera hasta dejarla tirada a los pies del trono.
– Éstas intentaban escapar por los jardines, excelencia. Por suerte, mis colegas y yo estábamos allí para cogerlas.
La joven y esbelta mujer de cabello rubio, vestida con harapos y postrada ante el marqués, había abandonado los gritos. Ahora simplemente permanecía tendida, casi inmóvil, respirando con dificultad. Otro de los guardias tiró a la otra joven, morena, igualmente harapienta y de formas generosas, junto con su compañera.
– Fantástico, muchachos – les dijo el regente con una de sus toses risescas –, me ocuparé de que os suban la soldada una sardina al mes. Pero ahora estoy ocupado, así que lo haré más tarde. Llevadlas abajo.
Antes de que ningún soldado pudiese reaccionar, la joven rubia se agarró eléctrica a los pies de la manta del marqués con todas las fuerzas que le restaban.
– ¡¡No, por piedad!! – aquellos chillidos sonaban como los de una alimaña a la que hubiesen clavado un hierro ardiendo en el estómago – ¡Se lo ruego, abajo no! ¡Ella está muerta! ¡Marqués, ayúdenos!
Y la bota de oro del regente surgió de debajo de la manta para patear nuevamente a la débil mujer, rompiéndole una costilla o cuatro y arrastrándola hasta la pared junto con la mantita de franela, que aún tenía agarrada entre las manos en carne viva.
– ¡¿Cómo llamas a tu señor marqués sin añadir luego “excelencia”?! Insensata... – luego se dirigió a los guardias responsables de su captura – ¡Abajo con ella y haced que le den unos azotes! Y en cuanto a la otra, aseguraos primero de que está muerta. No me interesan los cadáveres, podéis libraros de ella como os apetezca. Decíamos...
Los guardias obedecían sin demasiada prisa las inexorables órdenes del marqués, quizá simplemente esperando recibir su salario. Mientras, Hakon observaba cómo los guardias salían de allí con las dos mujeres y la manta de franela quedaba tirada en el suelo. Cuando el inexperto volvió a mirar para el frente, pudo apreciar de primera mano lo cortas que tenía el regente las piernas.
– ¿Problemas con tus concubinas? – preguntó Euthanasius con una sutil mueca de tensión, posiblemente sólo apreciable por su paladinesco compañero.
Aquel hombre definitivamente tenía las piernas muy cortas. Y unas botas enormes.
– No son concubinas – le respondió el regente como una bofetada –, están ahí sólo para asegurarme descendencia. Pero eso no te incumbe. ¿Cómo me curo?
Hakon recordó entonces a la mujer que habían protegido en el mercado. Observando a su compañero, el aspirante a caballero se preguntaba cuál sería su plan o si tenía alguno. Pero su mirada y aquella tensión precisa eran las mismas que había visto en él aquella vez. Una especie de rencor que se había endurecido y fosilizado hasta convertirse en algo similar a la sombra de un arlequín. Por supuesto, nuestro valeroso Hakon no lo pensaba con esas mismas palabras, pero el concepto amorfo que goteaba en su paladinesco intelecto era sin duda de una naturaleza similar.
– Primero, excelencia – habló el hechicero, remarcando sutilmente esa última palabra –, debo averiguar cuál fue el origen de esa maldición. ¿Cómo empezaron los síntomas?
No fue Don Gemblur sino su hirsuto consejero el que respondió a la pregunta del fingido curandero, a quien reveló que el marqués se había levantado directamente de la cama cuando se dio cuenta, pero que por lo demás nadie sabía nada ni se había tenido noticia de ningún otro hecho inusual respecto a la maldición. Con tal parsimonia y ceremoniosidad lo dijo que incluso el propio marqués se mostraba impaciente. Durante el discurso cuidadosamente elaborado del consejero, Hakon no podía evitar seguir fijándose en aquellas piernas diminutas metidas en semejantes botazas.
Así, después de mucha exposición, el consejero acabó por fin su discurso. Entonces, haciendo uso de su inusual ingenio, el aprendiz de caballero habló en alto por primera vez en la sala.
– Es paticorto y punto, no hay que darle tanta vuelta.
Se produjo un escalofrío intenso y visceral que dejó tiesos a todos los presentes. Aquella muestra de sumo valor, estupidez suprema o simplemente una heroica falta de tacto provocó un corte intenso como el del filo del sable de un asesino despiadado en el entendimiento general de la sala, así como una fina sonrisa en el siniestro hechicero.
– Has dado en el clavo...
Ante el silencio estremecedor que reinaba, al caballero no se le ocurrió pensar que estaba directamente relacionado con la expresión de muerte que decoraba los rostros de cada uno de los guardias y muy especialmente del consejero, por no hablar del propio marqués. Hakon creyó que aquello era debido a que aguardaban una explicación y, no acostumbrado al ingenio extraño de aquellas gentes, empezó a hablar con gran orgullo.
– Es natural que llevando semejantes botazas uno se olvide de que es canijo y que, justo al levantarse de la cama, con zapatillas o descalzo, se encuentre con que no llega a verse en el espejo. Afortunadamente yo, el caballero Hakon `O Átekhnos, pasaba por aquí y os he podido salvar gracias a mi ingenio heroico. Pero no me lo agradezcáis, después de todo yo salvaré el mundo de toda la villanía y la corrupción que le amenaza, ¡hohohoho...!
Aquello fue inesperado hasta para Euthanasius. Sabía que su compañero tenía una extrema falta de tacto, pero aquello ya estaba en la categoría de instinto suicida. En efecto, no habían sido pocos los soldados a su servicio que habían muerto durante aquellos días y de maneras extremadamente desagradables por atreverse a menos. Sin embargo, lo más hilarante le había resultado el modo en que Hakon se había referido a sí mismo, ya que en la lengua antigua aquella fórmula significaba literalmente “el ilustre inexperto3”.
Don Gemblur parecía incapaz de hablar o moverse. De repente recobró inesperadamente la compostura y, con un escaso hilo de voz, dijo:
– Cerrad las puertas – dos guardias obedecieron y las cerraron muy despacio – Como prometí, os daré vuestra recompensa de inmediato. Morir para mi deleite.
De inmediato todos los guardias de la sala se lanzaron contra el caballero y su ilustre escudero empuñando sus alabardas. La reacción del hechicero fue de tal rapidez que a Hakon apenas le dio tiempo a prepararse instintivamente para la lucha, ya que cuando se dio cuenta estaba cayendo por una ventana hacia lo que parecían unos sacos de pienso en el exterior de los muros del castillo. Cuando se levantó frotándose el trasero por el dolor de la caída, el hechicero caía de pie junto a su caballeresco aprendiz.
– Salgamos de aquí discretamente – fueron las palabras de Euthanasius.
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Habiendo llegado hasta la plaza de Leinesch, Aiye y su comitiva por fin habían logrado entrar en la ciudad. Allí, en mitad del tumultuoso gentío que avanzaba lento y despacio en ninguna dirección en particular, la pequeña tendera pelirroja intentaba ver por encima de las cabezas de aquellos anónimos que llenaban el sitio. Sin mucho éxito, dicho sea de paso, debido por un lado a que no era demasiado alta y por otro a la escasa ayuda en la que podía contar. Para la joven, aquello era demasiado grande como para encontrar cualquier cosa.
– Ah, esto es demasiado grande como para encontrar cualquier cosa... – decía ella desanimada – Aún suponiendo que Hakon pasara por aquí, sería imposible que coincidiéramos a la vez en el mismo sitio.
Lo que la joven de Khorill no suponía era que, en ese momento, Hakon estaba pasando justo por detrás de ella a través de una plaza atestada de gente.
– Seguro que ni siquiera pasó por Leinesch o incluso que llegó y se fue antes de que llegáramos – continuaba lamentándose ella –. Es decir, se necesitan pistas de cierta solidez para ponerse a buscar a alguien, maldita sea, pero nosotros hemos estado avanzando desde el principio siguiendo los precarios instintos de Monte.
– ¡Espera, escudero! – se oyó de fondo, pero la voz del paladín se había mezclado ya con los ruidos naturales que poseen las multitudes.
– Incluso me parece estar oyendo a Hakon ahora mismo – decía Aiye –, ¿me estará volviendo loca estar rodeada de toda esta gente?
– No tanta como en Trila – respondió calmado el joven Nerón –, aquí al menos no estamos apretados.
Aiye ya no esperaba que Monte le prestase atención mientras hablaba. Nada más llegar parecía haberle poseído alguna clase de ansia y estaba incluso más inquieto que de costumbre, tratando de robar todos los monederos posibles y mirar bajo cada falda que encontraba lo suficientemente corta como para asomarse. Aquello era una maldita locura, pensaba ella mientras suspiraba desesperanzada. Hakon, también sin darse cuenta de la presencia de su amiga, seguía caminando a través de la plaza detrás del hechicero, alejándose cada vez más.
Estaban aspirante y hechicero dirigiéndose con buen paso hacia la salida de la ciudad cuando el primero al fin logró ponerse más o menos a la altura del segundo.
– Ese Don Chivas era ciertamente un malandrín... ¿Tú ya sabías que no estaba maldito de verdad?
– En realidad creo que sí lo estaba – respondió Euthanasius sin volverse ni dejar de caminar –. No encogió, el pobre imbécil fue siempre así de canijo... pero no tan demente.
Entonces se hizo un silencio prolongado. El hechicero comenzó de nuevo a hablar, esta vez en un tono que el inexperto asoció con la cueva de un unicornio muerto.
– Cuando lo miré directamente, vi en sus ojos la verdadera naturaleza de la maldición. Algo estaba influyendo su espíritu, aumentando la corrupción de su interior.
Hakon entendía más bien poco del asunto. Había algo que lo extrañaba ligeramente en todo aquello, algo de lo que no había tenido tiempo de hacerse hueco en su caballeresca mente hasta ese instante.
– ¿Has hechizado a los soldados para que no nos siguieran? – dijo al fin.
– No tengo tanto poder como para afectar a toda la guardia, animal – respondió arqueando una ceja –. Me ha bastado con hechizar al marqués. Es lo que se llama estrategia. Aprovechemos para alejarnos lo más posible de aquí.
Así fue como Hakon el inexperto y su hábil escudero abandonaron la ciudad de Leinesch, habiendo hecho frente a la maldición, no del todo falsa, del marqués regente del lugar. Seguramente estos fueran los primeros indicios de la presencia del terrible hechizo en el mundo; en cuyo caso, incluso habiéndolo querido, habría sido inútil tratar de curar al marqués sin tener que lidiar antes con la temible fuente de su enfermedad. De ser cierto, era posible que aquella perniciosa influencia estuviera también extendida por otros sitios, produciendo unos efectos similares en otros hombres y mujeres proclives a la corrupción; aunque también podía haberse tratado éste de un fenómeno aislado. En cualquier caso, lo que nuestro aspirante había liberado estaba empezando a hacerse notar de manera sutil en el mundo, haciéndolo avanzar inexorable hacia su condena.
Notas y aclaraciones:
1Eso cuando no estaba nublado.
2El trono, por ejemplo.
3En ésta, así como en otras alusiones a la lengua antigua, vemos que se trata de una variante especial del griego clásico. En cuyo caso, el nombre ceremonioso que usa nuestro caballero se traduce, irónicamente, como “Hakon el Inexperto”. Véase la nota 1 del capítulo 3 para más datos.
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