Capítulo 8 ~ Un destino imperceptible ~
- Skale Saverhagem
- Mar 31, 2012
- 17 min read
Updated: Nov 13, 2024
(originalmente escrito en 2009)
Poco a poco, la luz fue abandonando el verde paisaje que se extendía a través de infinitas colinas, separadas por vivos riachuelos que corrían incansables hasta perderse en el horizonte. El suave resplandor de la luna era interrumpido por alguna nube traicionera, pero los pasos sobre la hierba sonaban raudos y decididos, como si su autor conociera a la perfección la senda por la que pasaban. Sin embargo, otros pasos sonaban detrás, más ruidosos y llenos de una inseguridad característica.
– ¡Escudero, no corras! – se quejaban de vez en cuando las pisadas inexpertas – Se supone que el caballero es el que debe abrir el paso...
Sin detenerse, los pasos de delante respondieron con naturalidad:
– Si supieras cómo llegar adonde vamos, dejaría que tú fueses delante...
Una nube furtiva se desplazó para dejar relucir la aún inmensa luna menguante. El insigne caballero y paladín matador de malandrines Hakon Átekhnos caminaba pesadamente intentando seguir el ritmo del hechicero Euthanasius, a quien había nombrado su escudero, quien se desplazaba con agilidad por la hierba, que parecía hacerse más alta según avanzaban en la oscuridad.
Al llegar junto un árbol solitario en la cima de un pequeño promontorio, el hechicero accedió a detenerse, viendo que su intrépido acompañante iba varios metros por detrás de él. Mientras éste caminaba, Euthanasius apoyó una mano sobre el tronco de aquel árbol y sus ojos se perdieron en la lejanía.
– Necesitas hacer menos ruido al andar – decía mientras seguía mirando a lo lejos –. A este paso, nos atacará todo animal con hambre de aquí a las montañas.
– ¡Podremos con todos! – dijo el inexperto.
Euthanasius seguía mirando el horizonte, mientras su acompañante acababa de reducir distancias.
– Por cierto, ¿hasta cuándo piensas cargar con todo eso? – le dijo a Hakon, señalando su pesado equipo con la otra mano.
De repente, Hakon recordó cuánto pesaba todo lo que llevaba a cuestas. Hasta ahora no se había dado cuenta, quizá a causa del ímpetu paladinesco, pero la verdad es que estaba agotado y le dolía toda la espalda. Una espada oxidada, un hacha doble con ambos filos hechos trizas, un piquete desmontable que hacía las veces de lanza y un escudo enorme de madera tachonada pesaban mucho, incluso para un grandioso aspirante a paladín.
– Además la espada está rota... – continuó el hechicero – Deberías dejar todo eso por ahí. Así hasta puede que hicieras menos ruido al andar.
Hakon desenvainó, como por instinto, la mitad de espada oxidada de su espalda, sosteníendola frente sí y mirando su desgastada hoja, donde era imposible ver el menor reflejo de lo vieja que estaba. De repente, recordó la tienda de Aiye y a su amiga de siempre desde la infancia y sus ojos se iluminaron, como si algún mudo reflejo brotase del filo mohoso de aquella media espada.
– No puedo tirarlo – dijo al fin –. La palabra y las armas de un caballero son sagradas.
Euthanasius no pudo evitar soltar una pequeña risa.
– No importa – respondió con ironía –. De hecho, verte así le va a causar mucha gracia.
Los insondables hados paladinescos y demás designios proféticos de caballero y héroe salvador pensaron que nuestro aspirante no debía entender esta última frase. Por supuesto, lo que los hados olvidaban era que Hakon no era el joven más listo de su pueblo.
El hechicero esperó un momento, por ver si a Hakon se le ocurría preguntar 'a quién'. Viendo que no hubo pregunta, regresó a la realidad del sendero de hierba:
– En marcha, pues. No sé cómo terminará esto, pero por algún lado hay que empezar.
Convertir a ese joven salido del rincón más recóndito de un pueblo perdido en mitad de un bosque que nadie conoce en un auténtico caballero sería un auténtico reto para el mejor de los maestros caballerescos. Si embargo, el destino de ese joven quedó marcado desde el instante en que encontró aquel antiguo mapa... y, por mucho que le pesase al oscuro Euthanasius, él había sido el encargado de guiarlo en sus comienzos.
Durante toda la noche y parte del amanecer caminaron sin pararse a descansar por las ondulantes colinas llenas de hierba. Hakon parecía de nuevo poseído por el impetuoso poder paladinesco, pues había dejado de mostrar síntomas del cansancio que lo aquejaba. Antes del mediodía pararon junto a un pequeño río a descansar y rellenar los odres con agua, así como para quitarse las piedrecillas que pudieran haberse colado en las botas de los dos viajeros. En el proceso, al heroico joven le atacó la curiosidad:
– Esto... – empezó a decir, mientras se aseguraba de que no quedaba rastro de arenilla y hierba en sus botas – ¿Adónde dijiste que íbamos?
Euthanasius se estaba colocando de nuevo sus guantes de ladrón mientras pensaba si felicitarlo por su avispado intelecto o simplemente suspirar.
– Enseguida lo sabrás – y suspiró.
Hakon se fijó en las cristalinas aguas de aquel arrollo y se le ocurrió ponerse a pescar, atando un pelo suyo a una ramita de uno de los delgados árboles que estaban junto al río. Unos minutos después, se dio cuenta de que Euthanasius ya había empezado a caminar de nuevo sin preocuparse por él.
– ¡Eh, escudero! ¡Que me has dejado atrás! ¡¡Espera!! ¡Eeeh! – la improvisada caña de paladín fue llevada por la corriente del riachuelo mientras éste intentaba alcanzar, a grandes y aparatosas zancadas, al huidizo hechicero.
Tras dejar las colinas y los ríos atrás, ambos llegaron a lo que parecía la entrada de un bosque de altos árboles de frondosas hojas verde oscuro y tronco grisáceo. El aspirante a paladín no creía posible que pudiera hacerse tanto camino en tan poco tiempo, fijándose en que Trila y el bosque de Khorill ya no se veían y que ahora estaban muy cerca de las montañas, tan lejanas cuando salió del pueblo por primera vez.
– Aquí es – dijo con cierto orgullo el siniestro hechicero –. Aquí vive el más viejo de entre los vivos.
Atravesaron el bosque caminando por un sendero que ascendía en línea recta. Hakon caminaba tras el hechicero con perpetuo asombro. Comparado con el bosque de Khorill, en el que los caminos eran absolutamente enrevesados y los árboles crecían por todas partes, este lugar resultaba ciertamente antinatural. Todos los altos árboles de aquel extraño bosque parecían flanquear intencionadamente aquel camino ascendente, en el que no había rastro del arbusto más insignificante. A los lados, sin embargo, la vegetación se alzaba frondosa hasta donde la vista alcanzaba y los ruidos de diversos animales hacían eco entre los ramajes. Era como si el bosque se hubiera dividido en dos para dejarles paso. Hakon llegó a la conclusión, ayudado por su paladinesca mente, de que todos los bosques del mundo debían ser así y que en Khorill era el único sitio donde los árboles crecían de forma normal. También se percató, curiosamente al mirar hacia arriba, de que no habían dormido nada en todo el día.
– ¿Falta mucho? – preguntó a su oscuro acompañante, quien iba varios pasos por delante y no parecía afectado por el cansancio en absoluto – Cuando me dijeron que tenía que salvar al mundo, nadie habló de caminar tanto...
– No salvarás ni a un gusano con quejidos – respondió el hechicero. La constante ineptitud de que el joven hacía gala ciertamente lo exasperaba –. Ahora, sigue caminando.
Continuaron por el sendero recto y ascendente. Según avanzaban, comenzaron a aparecer algunas rocas que rompían la monotonía y además indicaban que debían estar cerca de las montañas. Poco a poco, el cielo pareció oscurecerse levemente y un silencio acuciante se apoderó del lugar. El viento dejó de soplar y los ruidos de los animales cesaron, como si nunca hubiera habido vida en aquel bosque además de los inmensos árboles grisáceos. De repente algo sobresaltó al desprevenido y cansado Hakon, activando sus hábiles sentidos de paladín. Frente a ellos, el bosque se cerraba tras una pequeña elevación y podía verse la figura de algo o alguien que los examinaba desde esa ligera altitud.
El aspirante a caballero ya había adoptado una posición de combate, lanza en mano, y se fijaba en su compañero, Euthanasius, quien también se había puesto en guardia y miraba a la extraña silueta con expresión alerta.
"¡Al fin, una ocasión perfecta para luchar!", pensó Hakon y, sin mayor demora que a la que le obligaban sus pensamientos, alzó su heroica lanza cubierta de esparadrapo y pegó un salto hacia el frente, dispuesto a enfrentarse a cualquier ser maligno que se interpusiera en su sagrado deber de salvar el mundo de la oscuridad.
– ¡¡Haaaaa!! – gritó en pleno salto – ¡Vas a ver lo que es bueno, malandrín! ¡¡¡A por él esc...!!!
– ¡Hakon, para! – el oscuro hechicero alzó un brazo con voz apremiante, provocando un sobresalto en el heroico brinco del heroico aspirante, quien tropezó y acabó la maniobra heroicamente de narices contra el suelo de aquel extraño bosque.
– Tu discípulo está mal entrenado – afirmó la voz proveniente de arriba. Sonaba áspera y con la particular cadencia de quien entona una letanía. Incluso con la cara en la tierra, a Hakon le resultó vagamente familiar. Luego se le ocurrió que no le había gustado que lo llamasen "discípulo".
– No me digas... – respondió el hechicero con un deje sarcástico.
La figura salió de la sombra de la alta y frondosa vegetación y lo primero que llamó la atención de Hakon fueron sus largas orejas puntiagudas. Luego se fijó en que la figura era en realidad un viejo calvo de pelo cano y piel cenicienta, prácticamente del color gris de la madera. El anciano de largas orejas vestía una larga túnica blanquecina y una capa con capucha del mismo color y lucía una curiosa barbita de chivo.
– Bueno... – dijo el anciano en el mismo tono de letanía, con una expresión sumamente parsimoniosa en su cara gris y arrugada – ¿A qué has venido? Y no me digas que de visita, porque ambos sabemos que no es verdad...
Siniestramente, el hechicero hizo una diminuta reverencia.
– Maestro Kradenhur, – respondió en un tono exageradamente ceremonioso – he venido para dejar que mi discípulo se beneficie de tu infinita sabiduría. Necesita de tu instrucción para poder derrotar al conjuro de los antiguos demonios.
El anciano miró la figura del abatido Hakon, todavía tendido en el suelo del bosque.
– ¿Quieres que entrene a este...? – dejó la frase en el aire, intentando infructuosamente encontrar un adjetivo que calificase al aspirante a héroe que acababa de ver – ¿Quién es éste?
Hakon, cubierto de tierra por el tropezón y las demás penurias de la jornada, se levantó presto del suelo y, con brillo paladinesco en sus ojos y su sonrisa y el mugriento equipo todavía a cuestas, se presentó ante el viejo del bosque:
– ¡¡Soy Hakon Átekhnos, caballero salvador del mundo entero!! ¡Yo soy aquel que ha derrotado al guardián del arma prohibida y el que derrotará también al malvado Kamastro, devolviendo la paz al universo! Y éste es Euthanasius, mi escudero...
Euthanasius se llevó una mano a la cara agarrándose el entrecejo. La reacción del viejo Kradenhur fue, en cambio, bastante distinta.
– Así que Euthanasius el escudero, ¿eh? – dijo con expresión bastante jocosa – No está mal – el anciano no pudo reprimir una carcajada, mientras el hechicero recordaba mentalmente a todos los muertos de su acompañante el paladín.
Hakon, una vez hubo asimilado el desarrollo de los acontecimientos, no pudo evitar intervenir con cierta indignación:
– ¿A eso hemos venido aquí? ¿Para entrenarme? – el heroico joven hacía toda clase de absurdos aspavientos con ambas manos mientras se dirigía indistintamente al anciano y al hechicero – ¡Un caballero no necesita entrenar! ¡Yo solo he vencido al espíritu guardián del templo con estas armas! ¡¡Puedo derrotar a cualquier enemigo sin ayuda de ningún maldito entrenamiento!!
Euthanasius dio un profundo y largo suspiro.
– El guardián al que tan heroicamente derrotaste era un espíritu de orden menor... – y sacudió la cabeza – del menor de todos, de hecho. Además, piensa un momento. ¿Cómo fue que lo derrotaste?
Hakon recordó que, cuando todo parecía perdido, una extraña luz lo envolvió a él y a su arma y pudo hacer gala de una fuerza hasta entonces desconocida para él.
– No podrías haber hecho nada sin mi ayuda; – siguió explicando el hechicero con cierto tono de furia – ¡ni siquiera habrías salido con vida! Da gracias, porque ahora serías un cadáver y el mundo tendría un problema menos del que preocuparse. – murmuró varias maldiciones inaudibles y la palabra "escudero" más de una vez y luego, ya sin muestras de alguna irritación, se volvió hacia Kradenhur – Entonces, ¿lo entrenarás?
El anciano reflexionó un instante.
– No – dijo al fin.
Euthanasius casi perdió momentáneamente el equilibrio.
– ¡¿Cómo que no?! – inquirió exaltado – ¡El futuro del mundo depende de este...! – él tampoco pudo encontrar calificación que se adecuase al inexperto proyecto de héroe.
– No me interesa... – explicó el viejo, de nuevo con su característico deje de extrema parsimonia – Me da igual si el mundo se acaba o no; ya he vivido bastante y no me importa morir dentro de una hora o de doscientos años.
La cara del hechicero estaba desencajada.
– Si a ti te interesa – concluyó el anciano – siempre puedes entrenarlo tú.
Ahora, la expresión del rostro de Euthanasius reflejaba algo que iba más allá de la contrariedad, incluso de la desesperación.
– Pero... contigo aprenderá más – el siniestro hechicero no sabía qué decir para convencer al testarudo anciano de orejas puntiagudas.
– Ya te he dicho que no me interesa – replicó éste.
– ¡Te daré oro!
– No necesito dinero...
– ¡Estaremos perdidos si esto no se vuelve un luchador en condiciones, maldición! ¡¡Tienes que ayudarme!!
– Ya te dije que puedes entrenarlo tú...
Discusión más absurda acerca del destino de un héroe de la caballería no se ha visto jamás en toda la historia de los valientes caballeros que han sido en este mundo relatadas por juglares durante miles de años, desde los primeros albores de la humanidad e incluso de otras razas más antiguas. Aquella contienda verbal, que decidiría si Hakon Átekhnos se convertiría en el mayor de todos los caballeros o se quedaría en un inexperto aspirante de pueblo pudo durar tranquilamente varios días; sin embargo, cada vez que el avispado joven miraba hacia arriba, el sol seguía inmóvil en el mismo punto del cielo, sobre las hojas de los altos árboles. Quizá el tiempo transcurriese de otra manera en aquel extraño bosque; quizá la sucesión interminable de absurdeces que salía de los labios de ambos disertadores produjera una sensación de ralentí psicológico, o quizá quien recogió estos bizarros hechos se encontró con serias contradicciones bibliográficas en este punto de los cantares.
La cuestión finalmente fue, después de los diversos argumentos presentados por el oscuro hechicero y las correspondientes y reticentes negativas del anciano, éste aceptó que ambos viajeros, escudero y paladín, se alojasen aquel día en su cabaña del bosque, para emprender viaje de nuevo a la mañana siguiente.
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Fuera de aquel lugar encantado, el sol declinaba y el paisaje se adormecía. El mundo parecía un lugar tan pacífico e insulso como lo fuera antes de que, un inesperado día, Hakon salió de su pueblo a emprender una extraña aventura que acabó de manera aún más extraña. En los prados las vacas pastaban, en el cielo volaban los pajarillos y otros se freían en las cazuelas. No había trazas de que otro suceso como el de la capital estuviera teniendo aún lugar en los alrededores. Sin embargo, aquella calma provinciana era todo un mundo nuevo para gente como Aiye o Hakon, quienes estaban comenzando a experimentar el panorama del exterior. Mientras tanto, el cielo oscurecía lentamente y la luna brillaba alta en el paisaje nocturno.
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La cabaña a la que los condujo el viejo druida era una pequeña pero confortable choza hecha con madera blanquecina. Junto a ella había una pequeña huerta, delimitada por una delgada valla de la misma madera. Cuando entró allí, Hakon creyó estar de nuevo en su pueblo natal, pues la estructura interior de la cabaña recordaba a las casas del modesto poblado de Khorill. Dentro de la estancia principal, bastante amplia para las dimensiones de la casa, había una gran mesa pegada a una de las paredes, con un par de sillas y una banqueta en una esquina. Colgados en la pared opuesta había varios estantes con frascos de hierbas y brebajes de curiosos colores. Hakon miraba todo ello con un asombro patente en su paladinesco rostro... y, cuanto más miraba, más se convencía de que todas las casas de los bosques debían ser parecidas.
De repente, el joven paladín se fijó en Kradenhur, quien había tenido tiempo para sentarse en una de las sillas, hacerse un té de hierbas y empezar a bebérselo.
– ¡Aaajá! – dijo el ruidoso paladín, apuntando con el dedo al anciano sorbiendo té – ¡Ya sé quién eres! – el anciano lo miró de reojo sin mostrar el menor atisbo de interés – Ya me acuerdo... ¡¡Tú eres aquel viejo que me estafó un puñado de kineras en la tienda!! ¡DEVUÉLVEME MI DINERO!
El anciano miró al joven con suspicacia, con la lustrosa frente seca excepto por una pequeña gota de sudor que la recorría. Mientras, Euthanasius se había hecho otro té de hierbas.
– ¿Eh? ¿De qué me hablas?
– No hay duda... – continuó Hakon, esta vez con una seguridad en su rostro y sus palabras que delataban su heroico triunfo – Aquí hay muchas hierbas, y además... ¡¡Nadie más tiene esa nariz!!
El viejo druida estuvo a punto de atragantarse con su té, mientras que Euthanasius dio un súbito traspiés en su silla y cayó al suelo, por el impacto de la deducción.
– Heh... – Hakon se pasó un dedo por la nariz en señal de victoria.
Kradenhur continuó sorbiendo pacíficamente su té, procurando ignorar el genuino brote de estupidez del que había hecho gala el heroico joven. Euthanasius, sin embargo, se levantó del suelo triunfante.
– Pero, Kradenhur... – el hechicero esbozó una sonrisa siniestra – querido amigo, es verdad que tienes un bote de hierba kineras encima del estante... y parece bastante lleno – la vista de Hakon se desvió hacia el bote que había señalado Euthanasius y, efectivamente, estaba completamente lleno –. Además, – continuó el hechicero – ¿no tenías por ahí unos textos en karyushin que hablaban sobre un arma demoniaca escondida en el bosque de Khorill? Qué raro que ya no estén, ¿no crees? – el anciano abandonó su habitual expresión ausente y su rostro mostró una creciente preocupación – Eso por no hablar de que pareces haber dado reciente uso a tu ropa de viaje – dijo señalando hacia el perchero donde, efectivamente, la capa que estaba allí colgada parecía haber sido utilizada hace poco –. En otras palabras, – concluyó el avispado hechicero – ¡tú has mandado a Hakon al templo a que liberase esa profecía apocalíptica sobre la tierra! ¡O sea que Hakon es tu responsabilidad!
El anciano Kradenhur parecía estar contemplando un suceso inaudito. De repente, su cara abandonó toda preocupación y su expresión se tornó severa.
– ¡Es absurdo! – protestó y dio un pequeño golpe a la superficie de la mesa con su taza de té – No tienes pruebas de que yo hiciera algo así.
– Hakon, – dijo el hechicero con voz calmada – alcánzame el pergamino.
El joven aspirante, sin saber muy bien de qué iba todo el asunto, abrió su zurrón y extrajo de él los textos que aquel cliente misterioso había dejado caer en la tienda de su amiga y se los pasó al hechicero, quien los mostró ante la atónita mirada del viejo druida.
– ¿Te acuerdas de esto, Kradenhur? – dijo mientras los agitaba con cierta ostentación aristocrática – Al final, me parece que sí vas a entrenar a nuestro joven amigo.
– Eres un sucio rastrero, ¿lo sabías? – contestó Kradenhur con un diminuto deje de rabia contenida.
– He tenido un buen maestro – replicó Euthanasius y arrojó el texto sobre la amplia mesa, el cual cayó con las florituras propias de un papel.
Ante tamaña noticia, algo bulló en el interior del joven paladín quien, una vez comprendió que al fin iba a ser entrenado en combate y demás artes matadoras de demonios, no pudo evitar expresar su contento en una explosión de euforia repentina como, según él, era uso de los mejores caballeros una vez han empezado su camino hacia la heroicidad.
– ¡¡ESTUPENDO!! – proclamó a voz en grito – ¡Éste será, sin duda, el comienzo de la leyenda de Hakon, el paladín justiciero que salvó al mundo del terrible Kamasutra!
Diciendo esto, el joven inexperto se apropió de una taza vacía y se sirvió un poco del té de hierbas que habían tomado el viejo y el hechicero.
– Esto... – comenzó a decir Euthanasius al impetuoso joven, pero no pudo continuar la frase antes de que Hakon se bebiera de un sonoro trago todo el contenido de la taza.
– ¡No hace falta que lo digas, escudero! – y posó ruidosamente la taza de nuevo en la mesa – Ya lo sé, yo también estoy emocionado.
El hechicero se llevó una mano a la cara con resignación.
– No es eso... – dijo mientras Hakon volvía a servirse otra vez el té en la taza, en un acto mecánico – No deberías haber bebido ese té.
El paladín volvió a terminar el contenido de la taza de un solo trago y, antes casi de darle tiempo a respirar, volvía a llenarlo y a beberlo de nuevo.
– ¿Por? – dijo entre largos y ahogados sorbos del té de hierbas – Es lo mismo que habéis bebido los dos – y volvió a llenar la taza para volver a beber.
– Ese té está hecho con petesur, una hierba altamente adictiva – explicó Kradenhur con una ligera preocupación en su habitual tono neutral –. No podrás parar de beberlo hasta que desarrolles la inmunidad...
La expresión de Hakon cobró un cariz de creciente pánico que, teniendo en cuenta el hecho de que no podía parar de beber, resultaba bastante hilarante. De hecho, ello provocó que casi se atragantase varias veces antes de vaciar por completo el recipiente que contenía el té adictivo. Fue en ese momento cuando una sed insaciable inundó el paladar del joven aprendiz de caballero, quien se puso a intentar lamer hasta la última gota que pudiera quedar escondida, tanto en la taza como en la tetera.
Kradenhur y Euthanasius optaron por atarlo completamente antes de que se pusiera a rebuscar en las repisas de hierbas o destrozase la cabaña entera. Luego, ambos se fueron a otra habitación, desde la cual aún podían vigilar los arrebatos del joven provocados por su imprudente adicción.
– ¡Malditos seáis, villanos! ¡¡Desatadme, que soy un caballero, maldición!! ¡Argh! ¡¿Adónde os creéis que váis?!
– Kradenhur va a hacer más té, hasta que se te pase la adicción...
En la otra habitción, el viejo druida ya había encendido un fogón donde hervía agua y empezaba a triturar y machacar una hierba de un color marrón verdoso.
– Me has hecho gastar setecientas monedas de oro en té para curar la adicción de tu discípulo – le dijo a Euthanasius el anciano sin dejar de machacar las hierbas –. Ahora tú también ayudarás a entrenarlo.
– ¿Tan terrible es la adicción de esas hierbas? – preguntó el hechicero con cierto asombro y curiosidad.
– Una vez le vendí medio puñado a un rey y declaró la guerra a todos los países vecinos sólo para poder tomar otra taza – explicó mientras vertía el polvo de hierba en el pote de agua hirviendo –. La adicción al petesur hace cometer verdaderas locuras a quienes la padecen.
Euthanasius se paseaba por la habitación, mientras pasaba sus dedos por las diversas herramientas de herborista que había colgadas por las paredes.
– ¿Y para qué iba a tener alguien como tú una hierba tan peligrosa, querido amigo? – preguntó el avispado hechicero.
– Es lógico... – se limitó a responder el anciano, sin variar su expresión ni su tono de voz – Los que me la compran no pueden evitar comprarme más y puedo cobrarles lo que me dé la gana... El problema aparece cuando no tengo suficiente hierba.
El té ya había empezado a hacerse en el interior de la olla, mientras el agua bullía y las hierbas tomaban la consistencia del líquido. Una vez estuvo listo, Kradenhur añadió unos polvos negros y dorados a la mezcla y vertió el contenido en otra tetera, la cual dejó reposar a fuego lento.
– Con esto se le pasará la adicción y podremos concentrarnos en el entrenamiento – dijo el druida.
De repente, el ambiente adquirió una tensión especial.
– Por cierto, Kradenhur – empezó a decir el oscuro hechicero –. ¿Qué decía exactamente el texto del Hikawachikón?
– Ya habrá tiempo para hablar de ello, Kanth – respondió con sequedad –. Ahora hay otras cosas que hacer.
El anciano volvió junto a Hakon, quien se agitaba salvajemente entre las cuerdas profiriendo diversas maldiciones y obscenidades heroicas de diverso tipo.
– ¡Deja de hacer el imbécil! – dijo el druida al tiempo que le pegaba un bastonazo en la cabeza al iracundo inexperto – Bébete esto, vamos.
– ¿Eh, por qué? – preguntó Hakon una vez repuesto del golpe... pero enseguida vino otro aún más fuerte.
– ¡No le contestes a tu maestro, discípulo maleducado! ¡Ahora, bebe! – y le metió el pitorro de la tetera por la boca, de forma que el contenido entró a la fuerza en la garganta del joven paladín.
El brebaje no tardó demasiado en hacer efecto. No sólo parecía que Hakon se había recobrado de su recién adquirida adicción, sino que además le entró de repente un sueño de envergadura heroica, con lo que enseguida se quedó dormido.
– Ya está – anunció Kradenhur aliviado –. Mañana empezaremos con el entrenamiento.
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