Destino interrumpido
- Skale Saverhagem
- Dec 13, 2011
- 19 min read
Updated: Nov 13, 2024
Estruendo
¿Qué ha pasado?
Se ha fugado.
No entiendo...
¡Da orden de perseguirla!
…
De inmediato.
capítulo 1
Destino interrumpido
¿Alguien ha elegido el tuyo?
En el paisaje nocturno envuelto por las nieblas oníricas, un soldado leal estaba huyendo al galope con la frágil princesita tendida a lomos de su caballo. Ella, abrumada por los sucesos de aquel día, abrió tímidamente los ojos contemplando el paisaje que la rodeaba. Detrás les venía persiguiendo la caballería, con los cascos cada vez más cerca. Al fondo estaban las montañas, que inmóviles observaban el cuadro de la huida. Y arriba estaba él, la única chispa de verdad en un mundo que había cambiado tanto en una sola noche, hasta convertirse en el espejo de traición que la había arrastrado hasta acabar con su vida. Urgencia. Sensación de fuga. El ruido de cascos se había vuelto ensordecedor, posiblemente los alcanzasen. De nuevo miró hacia su protector, que permanecía impasible, concentrado con firmeza en la huida. Y abandonándose al rítmico vaivén del caballo, regresó a su sueño de confianza.
*************
La historia comienza en un gran castillo. Ya era de día. Como siempre, la princesa se había quedado dormida en su habitación. Un sirviente había subido hasta la torre para ayudarla a vestirse y se la había encontrado con las sábanas pegadas. No había tenido más remedio que mecerle ligeramente el hombro para hacer que abriera por fin los ojos.
– Señorita Reala…
… ¿Eh?
– Despierte, señorita Reala. ¿No sabe qué día es hoy?
… La víspera.
– ¡Ay, madre, la víspera!
La princesa saltó de la cama con los ojos abiertos como platos. Su mente todavía estaba borrosa, medio sumida en las neblinas del mundo de los sueños. En efecto, aquel día iba a ser el día en que por fin cumpliría la mayoría de edad.
– Disculpe, señorita – insistió el ayudante de cámara –. ¿Desea que le traiga la ropa?
La princesa volvió a la realidad.
– Ocúpate de eso por mí, gracias – respondió sonriente.
Reala era la alegría del castillo. Desde su nacimiento hacía quince años había llenado el lugar con un aura especial de color, alegrando las vidas grises de nobles y sirvientes. Nadie diría que era la princesa. El haber sido educada desde la felicidad y el amor había producido una jovencita que despedía ambas cosas por todos sus poros. Nunca se mostraba autoritaria, ni siquiera caprichosa, y siempre tenía una sonrisa para todo el mundo. El ayudante de cámara ya se había ido.
Para no perder más tiempo, la princesa empezó a desvestirse. Aunque no era más que una niña delgada, su figura ya apuntaba que sería una mujer muy hermosa cundo alcanzase la madurez. Su piel, blanca y suave, desvelaba que había sido cuidada con excelencia desde sus primeros años. Aún así, los rasgos más destacados de su cuerpo eran su pelo rosa y sus ojos de un rojo púrpura.
Cuando el ayudante de cámara regresó con sus ropas, ella ya estaba desnuda.
– Pero señorita… – empezó el ayudante – ¿cuántas veces le he dicho que espere a que llegue yo para quitarse el camisón. Le puede coger un frío, ¿no se da cuenta?
– Hoy ya seré mayor, ¿no? – le dijo ella con calidez – ¿No tendríais que dejar de tratarme como a una niña?
En cualquier otra persona eso habría sonado punzante y afilado como una espada. Reala lo pronunció como una brisa de flores de cerezo, sin un ápice de malicia en su voz. Unas palabras completamente sinceras e inocentes.
– Tenga la edad que tenga, siempre me preocupará su salud – se justificó el ayudante –. Venga aquí, le ayudaré a ponerse el vestido.
Una vez lista, la princesa descendió las escaleras hacia la sala comedor bajo la atenta mirada de su ayudante de cámara. Él, tanto o más que otros, se enorgullecía de haber participado en la crianza de aquella niñita. En ocasiones se permitía pensar que sus padres se habrían sentido orgullosos y una lágrima diminuta bajaba por su rostro de comadrona bigotuda.
Pero entonces recordaba por qué…
Abajo estaban reunidos varios nobles, esperando mientras desayunaban el amanecer de la princesa. Reala se los encontró a todos mirándola bajar mientras entraba en aquella gran sala. En un principio se sorprendió de ver a tanta gente allí, con sus miradas fijas en ella, pero luego recordó la hora y, sobre todo, el día que era.
– ¡Hola! – les dijo – Siento la espera, de verdad…
Sólo alguien como la princesa podía hacer que una disculpa pareciera un himno a la alegría. Cuando se sentó, el noble rubio que estaba a su lado le alcanzó un plato que aún tenía algo del desayuno.
– Podéis comeros lo mío, yo no tengo mucha hambre.
La princesa lo miró compasiva. Frente a ella tenía al conde Endleagle, uno de los nobles que más había estado con ella cuando era pequeña. Enseguida entendió que ya habían dejado de servir el desayuno hacía rato.
– No tienes por qué hacer eso… Pediré a los cocineros que te hagan algo.
– No deberíais, alteza – le respondió el noble –. La comida está siendo escasa últimamente; se conoce que los campesinos han tenido una mala cosecha.
Con expresión de pena, Reala miró al plato mientras el noble se levantaba y salía de allí, acompañado por algunos pasos más. No era posible que en el reino que iba a heredar hubiera campesinos que pasasen hambre sólo para dar hartura a la gente del castillo. Enseguida notó cómo le rugían las tripas y empezó a comer lo que aún quedaba del desayuno del conde.
Poco a poco, el resto de nobles ya iban abandonando la sala, sin prestar mucha atención a la princesa. Cuando terminó de desayunar, el lugar se había quedado vacío.
Decidió que tenía tiempo para dar un pequeño paseo antes de que empezasen los festejos, así que salió de la sala comedor hacia la escalera del muro exterior. Para eso tendría que ir por el pasillo principal sin que la vieran, pero no sería la primera vez que lo intentaba con éxito. Cuando se es el blanco de las preocupaciones de todo el mundo, una tiene que saber cómo escabullirse de vez en cuando.
Dio la casualidad de que no había nadie en el pasillo, así que fue relativamente sencillo pasar inadvertida. Los únicos testigos posibles eran las armaduras ornamentales. Reala avanzó como en un baile privado, dando vueltas etéreas hacia la armadura más cercana hasta alcanzar la base de su pedestal, al cual se subió para susurrar dentro del casco vacío:
– No se lo digas a nadie, ¿eh?
Y así, Reala llegó a la puerta exterior del castillo, a cuyo lado estaban las escaleras que llevaban a la parte superior del muro. No había allí más que dos guardias, posiblemente asalariados, así que no le prestarían mucha atención.
De no ser porque estornudó. achís
Uno de los guardias ya se había empezado a girar en su dirección. Se había acabado el paseo, pensó. Es más, seguro que su ayudante de cámara le echaba un sermón por salir sola… Pensó en correr y esconderse detrás del muro, pero no era tan rápida como para que le diese tiempo. De repente, un clamor de voces saturó el ambiente; parecía venir de fuera, del lado de la ciudad. Ambos guardias volvieron sus cabezas hacia el sonido, cosa que Reala aprovechó para colarse por la escalera del muro, salvándose así de ser descubierta.
Mientras subía por el interior del muro, Reala notó que las voces iban en aumento. En la ciudad ya debía haber empezado, pensó. Todos los cumpleaños que ella recordaba habían celebrado un desfile y un torneo de caballeros, de forma que los ciudadanos también pudieran divertirse en aquellas fechas. A ella nunca le gustaron mucho los torneos, pero parecía que los soldados disfrutaban ese deporte y ella deseaba que fueran felices.
Al llegar arriba se sintió tentada a mirar hacia la ciudad, pero allí había también un soldado y si se acercaba seguro que la veía. Así que, amparada aún por el ruido de las celebraciones, se dirigió hacia el otro lado del muro.
Pasear por allí arriba siempre era muy reconfortante. Normalmente no había nadie, el camino era ancho y arriba sólo estaba el cielo abierto. De vez en cuando soplaba una brisa muy agradable. Disfrutando de todas aquellas sensaciones, Reala llegó a una parte donde apenas se oía la ciudad. El silencio que allí reinaba como ella lo haría a partir de mañana sólo era interrumpido por los gritos de algún ave lejana… y por algo más. Algo que parecía estar chocando contra el muro. Presa de la curiosidad, Reala decidió asomarse al exterior.
Allí, en la tierra yerma que había a ese lado del castillo, un soldado a caballo parecía estar ejercitándose. Desde la altura en que se hallaba no distinguía su cara, aunque posiblemente no lo hubiera reconocido aunque pudiera verla de cerca. El soldado en cuestión parecía repetir siempre los mismos movimientos: espolear al caballo, coger una lanza clavada en la tierra, cargar contra un muñeco de prácticas colgado del muro, volver a clavar la lanza en la tierra y empezar de nuevo. Una y otra vez, siempre en ese orden. A veces no le salía bien y no conseguía agarrar bien la lanza… o la agarraba y se caía del caballo, lo cual hizo reírse a la princesa las cinco primeras veces. Lo cierto es que aquel soldado no parecía ser muy imaginativo, pero había que reconocer que tenía mucho entusiasmo. Aunque, eso sí, verlo durante un rato terminaba por resultar terriblemente aburrido. En el momento en que Reala se había cansado ya del espectáculo, llegó otro soldado que se llevó al primero de aquel improvisado campo de entrenamientos. Entonces cayó en la cuenta de que tenía que volver inmediatamente a los festejos.
Aquella mañana se le había hecho inexplicablemente larga… aunque, de hecho, había sido mucho el tiempo que estuvo de paseo. Cuando entró de nuevo en la sala comedor, allí no había nadie. Se preguntó si se habría perdido la hora de la comida, así que se dirigió a la cocina.
– … habría sido perfecto.
– Sí, son cosas que pueden pasar en un torneo. Nadie tiene la culpa, ¿verdad?
Reala se acercó a las dos voces que hablaban cerca de la cocina. Allí estaban un noble barbudo y su ayudante de cámara. El ayudante hizo un gesto con la cabeza al noble y ambos se metieron en una habitación. Qué alivio, pensó la princesa, así no la regañarían por no haber asistido a las celebraciones de la mañana.
Una vez en la cocina, la princesa vio que allí solamente había una persona además de ella. Pero no era un moralista extremado como el ayudante de cámara; seguro que la podía ayudar.
– Hola, Kruspe – saludó sonriente al cocinero, que estaba fregando los cacharros.
– ¡Vaya, mira quién está aquí! – respondió él con afabilidad – ¿Qué pasa, señorita? Hacía mucho que no veníais por aquí.
– Verás, Kruspe… – dijo ella – Hoy no he comido nada desde el desayuno. ¿Podrías hacerme algo?
La cara robusta del cocinero se iluminó en una amplia sonrisa.
– ¡Claro que sí, alteza! No es nada bueno saltarse las comidas… Enseguida os preparo un arroz.
Reala se acordó de los campesinos, pero su estómago le exigía comer. Aunque había desayunado bastante tarde, tenía muchísima hambre ahora mismo.
– ¿No habéis estado en el torneo, señorita? – dijo el cocinero mientras le llevaba el arroz.
– Estuve paseando – respondió – y… ¡halaaa! ¡Qué buena pinta! Te lo agradezco mucho…
Reala empezó a comer ante la atenta mirada del cocinero. No era la primera vez que tenía que acudir en secreto a él pasada la hora de comer ni tampoco la primera vez que él la ayudaba a salir del aprieto. De hecho, todo el mundo en el castillo la ayudaba siempre. Tal como Endleagle o el guardia de la puerta que, según ella creía, la había visto de reojo. En cuanto a Kruspe, ahora estaba sentado y observaba cómo la princesa comía apasionadamente.
Y de repente, un pensamiento apareció entre el arroz.
– ¡Oh, no! ¿Qué hora es? – dijo la princesa sobresaltada.
Antes de que el cocinero pudiese empezar a abrir la boca, Reala se levantó y miró hacia la puerta.
– ¡Hoy era la revista! Tengo que irme – y dejando el plato vacío, corrió rauda hacia el pasillo.
– Señorita, esp… – empezó a decir el cocinero, aunque sus palabras enseguida fueron cortadas por un agradecimiento alegre de la princesa – Olvidáis limpiaros la cara…
Reala corrió todo lo que sus piernas le permitían hasta llegar por fin a las puertas del castillo. Allí se habían reunido todas las divisiones de soldados que protegían la ciudad. Todos ellos esperaban la sonrisa de la princesa como quien recibe un salario extra. Ante la formación estaba esperándola el general de tropas.
– Señorita, nos teníais preocupados. Las tropas estaban empezando a impacientarse.
A Reala siempre le había gustado la voz del general. Era dulce y severa a la vez, como el sirope de arce helado. Solía sentir una cálida seguridad al amparo de aquella voz, incluso cuando la regañaba. Sabía que, a pesar de su aspecto implacable, el general era un hombre tierno y amable que cuidaba mucho de sus allegados.
– Perdón, general, me entretuve un poco… pero ahora ya estoy aquí. Podemos empezar.
El general suspiró ante lo que en cualquier otra persona habría considerado una imprudencia fatal. Sin embargo, se trataba del proceder habitual de la princesa. Eso y la sonrisa inocente que siempre acompañaba sus palabras.
– ¡Atención, soldados! – gritó de forma que se le oyera hasta en las puertas de la ciudad – ¡Como sabéis, hoy es el día en que la princesa cumple su mayoría de edad, posibilitando así su ascenso al trono, hasta ahora desierto, de este palacio! ¡Con motivo de esta celebración, la señorita Reala, que mañana será Reina de todos nosotros, pasará hoy revista a las tropas de manera excepcional! ¡Sentíos orgullosos!
Hubo una mezcla de sonidos general que la princesa distinguió como júbilo y timidez por parte de los soldados. Ahora parecían estar comentando unos con otros la situación. Todos excepto uno, que permanecía inmóvil.
– ¡¡Silencio, muchachos!! – bramó el general – Mostrad respeto a su alteza.
Ante este grito tempestuoso, los soldados volvieron a cuadrarse. Reala avanzó ante la marea de tropas, que iban haciendo hueco allá donde la princesa ponía los pies. Ella los iba observando, uno por uno, sin fijarse en nada en particular, salvo que todos le parecían muy altos. Al final, llegó junto a uno que aún conservaba manchas de tierra y tenía la armadura algo abollada. Lo reconoció como el soldado que no se había movido.
– Oye, – la princesa se giró hacia él, mirándolo de frente – ¿puedes decirme tu nombre, soldado?
El soldado no se movió.
– ¡Eeh…! – dijo la princesa. El soldado parecía temblar, aunque estaba quieto como una piedra. Tuvo que ser el general el que lo sacase de su trance.
– ¡Habla de una vez, soldado! ¡La princesa te ha hecho una pregunta! ¿No vas a obedecer a su alteza?
Los labios del soldado desconocido se movieron.
– Tengo un dilema, princesa – dijo –. No quiero desobedeceros, pero mi nombre humilde mancillaría vuestros oídos. Por ese motivo no puedo decíroslo.
Una bofetada de acero cruzó la cara del soldado.
– Si no eres capaz de obedecer esa orden tan sencilla – le gritó el general – quizá necesites un tiempo de reflexión en los calabozos. Tú eres aquel campesino que armaron caballero ¿verdad?
– S-sí, mi general.
– Estás abusando de tus favores, chaval – y se dirigió a los dos soldados inmediatamente al lado de él –. ¡Vosotros, llevad a este saco de abono al calabozo!
Los dos soldados lo cogieron por los brazos sin que él opusiera la menor resistencia y dieron media vuelta. Entonces, Reala se fijó en su lanza.
– ¡Esperad! – dijo ella a los soldados, que ya se habían alejado del resto de tropas – No ha sido su culpa, sino mía. Soltadlo.
Los dos soldados dejaron a su compañero, el cual cayó con las rodillas y las manos en el suelo. Reala se acercó a él de modo que lo tuvo de nuevo frente a ella.
– No tienes por qué decirlo si no quieres, pero, ¿no crees que has arriesgado mucho?
El soldado levantó la cabeza.
– Has entrenado demasiado para acabar preso por tan poco.
– Perdonad mi rudeza, pero no os comprendo.
– Tu lanza tiene restos de paja. Te he visto esta mañana ejercitándote – la princesa sonrió ante la mirada perpleja del soldado –. Puedes levantarte, soldado.
El soldado se levantó apresuradamente al mismo tiempo que se cuadraba.
– Estoy segura de que llegarás a ser un gran caballero si sigues así. Puedes volver a la formación.
El soldado saludó con la elegancia de un pedazo de granito.
– ¡Gracias por vuestra compasión, alteza! – se giró como lo haría una roca y volvió a su puesto, ante la mirada del general y los demás soldados.
Aquel fue el único suceso inusual que ocurrió durante la revista de tropas. El general los disolvió una vez la princesa terminó de pasearse entre ellos y luego la entrada al castillo quedó desierta. De vuelta, la princesa preguntó al general:
– ¿Hay algo más programado para hoy, general?
– Nada, creo – respondió él con voz cansada, aunque igualmente agradable –. Supongo que podéis pasear por la ciudad todo lo que queráis.
Diciendo esto, se despidieron Reala y el general. La idea de pasear por la ciudad no estaba mal, pero habría sido más divertido si no se lo hubiera sugerido otra persona. Además, después de la revista no había quedado nadie por las calles. Era extraño, ya que por la mañana las calles estaban llenas de ruido… pero bueno, eso poco importaba ahora.
– Y ahora… ¿adónde voy yo? – se preguntó la princesa. Estuvo un rato dando vueltas en círculos por el pasillo, con las armaduras ornamentales como único testigo. Después de darle vueltas, nunca mejor dicho, decidió que pasearía por dentro del castillo. Nadie le diría nada aunque la vieran; después de todo, en teoría el castillo era suyo.
Recorrió los pasillos hasta las dependencias de la servidumbre. Allí siempre había gente, pero estaban todos muy ocupados con sus cosas. Alguna sirvienta la saludó al pasar, mientras deambulaba disfrutando de sus últimas horas como princesa. No había que olvidar que mañana ya sería la Reina.
Siguió recorriendo pasillos y estancias, dando a veces vueltas sobre sí misma para asegurarse de que no seguía un rumbo fijo. No pretendía ir a ninguna parte, después de todo. Caminar sabiendo la dirección hacia la que vas no podía considerarse ir sin rumbo y eso era lo divertido del asunto. Llegó un momento en que estaba realmente perdida. En su propio castillo. Aquello sí era emocionante. No podía decir si estaba cerca o lejos, arriba o abajo, simplemente estaba allí, aquel era su castillo y se lo estaba pasando en grande.
De repente, una gota cayó. El lugar estaba algo húmedo para el clima que solía hacer por allí. Enseguida se le vino a la mente la palabra 'sótano'. Debía estar cerca de aquellos pasadizos de fuga que tanto le gustaba recorrer cuando era pequeña, en compañía del conde o del ayudante de cámara. Sin embargo, la estancia que ahora recorría no estaba en sus recuerdos. Por un instante sintió que se había perdido en serio y un escalofrío le recorrió el espinazo. La seriedad era algo a lo que no estaba acostumbrada. No podía volver sobre sus pasos porque no sabía por dónde había ido y tampoco estaba segura de que seguir adelante la fuera a ayudar a volver.
Sin embargo, aquello tenía que estar cerca de algún pasadizo. Si podía encontrar la entrada a uno, regresar por ahí sería lo más fácil del mundo.
Empezaba a tener sueño. Pensó que ya debía ser muy tarde. Ella no solía tener sueño hasta muy tarde y menos aún sin haber madrugado aquel día. En medio de la oscuridad húmeda de las habitaciones, vio una pequeña luz que conducía a un estrecho pasillo. Seguramente sólo se podía ver a aquella hora y desde aquel sitio… normalmente habría pasado por una pared metida para dentro. Allí tenía que estar la entrada al pasadizo.
Adentrándose por la ranura en la pared, llegó a una amplia estancia desde la cual se proyectaba la luz de la luna. Allí parecía haber montones de historias grabadas en la pared… pero tenía cada vez más sueño y los demás estarían preguntándose dónde estaba, así que se apuró en continuar. No fue difícil, en efecto, encontrar la entrada secreta; sólo bastó con cargar su peso en una antorcha mal situada para que se abriera.
Aquello parecía una escalera de caracol como las de las torres exteriores. Subió durante un buen rato, tanto que empezó a pensar que estaba llegando a los cielos. Entonces oyó algo. Primero se preguntó si no sería el eco de sus pisadas, pero no podía ser. Aquello era una voz. Varias, de hecho. Estaba oyendo la sala principal. Buscó alguna salida y enseguida encontró una. Cuando salió de aquel pasadizo ascendente, se encontró en el pasillo de las dos armaduras.
Se preguntó si el ayudante de cámara le reñiría mucho al llegar a su habitación. Siempre podía pedirle ayuda a uno de los nobles para que intercediera por ella. No, ya no debería pensar en esas cosas; a esas horas puede que ya fuera mayor de edad, no debía depender tanto de la ayuda de los demás. Además, iba a ser la Reina… en todo caso, sería ella quien repartiese regañinas a quien le pareciera. Se imaginó a sí misma riñendo al conde y le entró la risa.
Allí estaba, la puerta de la sala principal. El ruido que salía de dentro indicaba que había mucha gente hablando. No debía ser tan tarde, después de todo, pero eso no le quitaba el sueño que tenía. Reala puso la mano en la cerradura, giró y la puerta se abrió despacio.
Entonces, el ruido cesó. Al asomarse poco a poco a la estancia, la princesa vio las caras de los nobles; todos mirando hacia la entrada.
La princesa entró.
– Hola – dijo con despreocupada cautela –. Me voy a acostar, no quería interrumpiros. Hasta mañana.
Dijo esto último frotándose los ojos del sueño y con andares inocentes se encaminó hacia la escalera.
– No habéis interrumpido nada, princesa – dijo de repente el conde con contundencia –. Descansad tranquila.
Se volvió a hacer el silencio. Reala echó un último vistazo a los nobles reunidos. Cada uno de ellos miraba hacia ella como un grupo de lechuzas. Era extraño… normalmente habrían seguido hablando sin prestarle esa atención. La atención de una lechuza en la noche. El sueño estaba pudiendo con ella, así que siguió su ascenso ante todas aquellas miradas.
Hasta que llegó a la cama y se acostó no volvió a oír el ruido de la conversación de los nobles. Hacían demasiado ruido y no era capaz de dormirse, a pesar de lo cansada que estaba de todo el día. Entonces se dio cuenta de que tenía ganas de ir a orinar.
Abandonó momentáneamente el calor de sus sábanas y se dirigió de nuevo a las escaleras para ir al cuarto de baño. Aunque sólo llevaba puesto su camisón y las zapatillas, no hacía tanto frío como para llevarse una manta. Según bajaba, se preguntó de qué estarían hablando los nobles para seguir despiertos a estas horas. Y fue entonces cuando se dio cuenta de que el silencio había regresado sin que ella se diera cuenta. Volvió a notar cómo el sueño se apoderaba de su consciencia y ya no tenía ganas de ir al baño. Seguramente le habría cogido frío, nada más. Giró de nuevo en la oscuridad para subir hacia su habitación.
En el silencio nocturno, todo parecía distinto. Las cosas cambiaban de color, incluso de tamaño y lugar. La princesa había tropezado en un par de escalones al bajar y ahora había vuelto a tropezar en otro. Era como si la realidad se reconfigurara de noche para volver a estar donde siempre para el siguiente amanecer. En la noche, además, los sonidos crecían y parecían otros. Nunca dirías que aquel sonido aterrador que escuchaste durante la noche había sido la simple pisada de un grajo bajo las hojas caídas. Del mismo modo, Reala había creído escuchar pisadas junto a ella, pero allí no había nadie más, así que seguramente sería el crujir nocturno de la escalera.
Pero algo no iba bien. Una brisa movió los pliegues de su camisón y, de repente, algo tiró de ella hacia atrás. Reala se asustó y tiró hacia arriba con todas sus fuerzas, intentando soltarse de lo que la había agarrado. Tiró tan fuerte que al soltarse perdió el equilibrio y cayó de narices en la escalera. ¿Qué había sido aquello? Subió prácticamente a gatas, dándose toda la prisa posible en llegar hasta su habitación. Entonces, vio cómo la puerta al final de la escalera se cerraba, acabando con la única fuente de luz en la oscura ascensión. ¿Sería una pesadilla? ¿Se había dormido ya? Todavía estaba cansada. Se oyeron pasos que bajaban a toda prisa por la escalera. Alguien la quería atrapar. Quiso correr hacia abajo, pero lo que la había agarrado antes todavía estaba allí, acechando en la penumbra. Quiso gritar, pero algo surgió de la pared que le tapó la boca. Se revolvió como si su vida dependiera de ello, pero no conseguía liberarse. Eran demasiado fuertes y ella demasiado débil. A pesar de todos sus esfuerzos y su determinación, no consiguió nada. Entonces, la oscuridad se apagó.
*************
Despertó aterida por el frío, con la boca seca y un terrible dolor de cabeza. Las sombras bailaban y había humedad. Estaba en un sitio parecido a los calabozos del castillo y frente a ella había unas botas.
Las botas tenían gente. Reala creyó estar delirando entre el cansancio, el hambre y el golpe que se había dado. Aquello que estaba viendo no podía ser verdad.
– Conde…
El aludido sonrió como lo haría un esquizofrénico.
– ¿Por qué estoy aquí? – quiso saber ella – ¿Qué ha…?
– Se ha acabado, princesa – la interrumpió él –. La farsa ha llegado a su fin.
Dos sombras que había tras el siniestro conde avanzaron a la luz de las antorchas. Eran el cocinero y el ayudante de cámara, ambos con idéntica expresión. Una expresión que Reala no había visto nunca en aquellas caras tan familiares.
– ¿Qué está pasando, por favor? – preguntó entre sollozos – Decidme…
– ¡Se acabaron las órdenes – le gritó el conde – y también los caprichos! Ahora, éste será vuestro nuevo hogar.
La mente de Reala intentaba encontrar sentido entre la marea de caos e incertidumbre que inundaba su pensamiento. Mientras, sus ojos se inundaban de lágrimas.
– No entiendo nada… Si he hecho algo que no debía, os pido que me perdonéis.
– No habéis hecho nada, princesa – respondió el conde con amabilidad –. La cosa era precisamente que no hicierais nada. Habéis sido una niña fácil de engañar. Pero, como ya he dicho, el engaño terminó. Quince años han sido los que hemos invertido en articular este plan y ahora a vos, alteza, os toca permanecer aquí.
Reala intentó levantarse, pero estaba encadenada a la pared con grilletes de acero. Su poco peso la proyectó de nuevo hacia el suelo.
– ¿Qué pasa…? ¿Queréis tierras? Puedo daros mis tierras, no las necesito. Pero, si haces esto, los otros nobles se darán cuenta de…
En la boca de la princesa, aquellas palabras estaban cargadas de inocente sinceridad. No estaba negociando, ni siquiera era el pánico quien hablaba a través de ella. De hecho, estaba preocupándose por la seguridad del conde. Era ese tipo de cosas lo que más repugnaba a Endleagle, que lanzó un escupitajo al suelo.
– Señorita, es usted tan ingenua – habló el ayudante de cámara, con una mano en la frente –. Verá, todos los nobles han participado en su, ehem, rapto. Si tan sólo hubiese dado una vuelta por la ciudad, ya estaría muerta. Ahora… bueno, no nos ha dejado alternativa.
– No lo entiendo, Claude – dijo ella empapada en lágrimas –. Tú has dicho que te preocupabas por mí. Todos me habéis cuidado siempre…
– Nadie os ha querido nunca, alteza – volvió a tomar la palabra el conde –. Era todo una artimaña para eliminar a la Reina de la Humanidad. A ver si os entra en esa horrible cabecita rosa… ¿Creéis que los campesinos pasan hambre porque sí? ¿Que los impuestos suben solos cada año? ¿Por qué creéis que las arcas de palacio no rebosan, si todo el mundo paga diariamente enormes cantidades de dinero y comida?
Las pupilas de la princesa se contrajeron.
– Es porque los nobles tenemos el control. Si todo ello pasase a vos, ¿creéis que podríamos seguir apropiándonos de todos esos bienes? ¡No seríamos mejores que un puto aldeano cateto! – volvió a escupir, esta vez con más fuerza – Que descanséis bien, princesa.
La puerta del calabozo se cerró llevándose consigo la luz de las antorchas, y haciendo un estruendo que retumbó un rato después en la turbada mente de la cautiva. Aquello invalidaba todos sus recuerdos, toda su vida había vivido en una escenificación en la que todos conocían su papel excepto ella. Nada era verdad, todo era mentira. Ahora mismo no podía estar segura ni siquiera de la lógica de aquel razonamiento, de que aquello fuese un sueño o de si existía algo así en el universo.
Se acurrucó en el húmedo suelo de su celda. Las lágrimas habían dejado de brotar, pero ella seguía llorando. Había recordado que no cenó aquella noche y el hambre estaba regresando a ella atraída por aquel borroso recuerdo. Toda su vida era mentira. Su realidad se estaba desmoronando poco a poco en su interior, según los fantasmas de la locura iban penetrando en su pensamiento, abrumado por un sentimiento anterior a la tristeza.
No había pasado sino una eternidad, pero la luna seguía en lo alto del paisaje, proyectando su fantasmagórica luz sobre la celda. Aquel espacio estrecho era la única realidad, aislada del mundo de las conspiraciones.
Una repentina oscuridad abarcó la rendija de luz lunar. La princesa pensó que una nube debía haber tapado la luna, pero se preguntó si también las nubes y el cielo habían sido una ilusión. Pronto debería empezar a llover. Y entonces…
Estruendo
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