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Fairy Lights

El barón Ramiane deja a su hijo Emhir a cargo del capitán de la segunda unidad de la Guardia

  • Writer: Skale Saverhagem
    Skale Saverhagem
  • Nov 27, 2009
  • 15 min read

Updated: Nov 12, 2024


Monevia rara vez cría nobles, y menos en tiempos de recesión económica. También es cierto que rara vez una familia noble que aún conservase algo de honor se interesaría en Monevia como un lugar donde establecerse. Para saquear, siempre que lo considerasen un acto honorable, quizá; incluso para pasar tranquilos sus años dorados - refiriéndose a su vejez… con los nobles siempre hay que evitar palabras malsonantes - parasitando de las arcas del gremio de mercaderes de Azuria. Rara vez, el linaje de los Ramiane había sido traído al mundo por los designios del dios del mar y, contrario a lo que todo buen juicio pudiera hacer pensar, se había instalado en él (y además en Monevia).


Para un alteniense esto suponía un enorme cambio; no sólo de altitud, sino de dieta, preocupaciones, costumbres… para el joven Emhir, era algo que trastocaba completamente su forma de vida.


Pensando en su bienestar, su padre, el barón Ramiane, habría llevado a su único hijo varón - y, por tanto, único heredero del título de barón - consigo y con su hija (la hermana de Emhir) a su nueva casa en las llanuras de Occidente, preparándose para una apasionante vida de calma y tranquilidad. Sin embargo, tras una ardua discusión entre padre e hijo, el padre accedió a enviarlo a vivir con su tío, capitán en la frontera belisiana, para formarse como soldado. No acababa de entender por qué, pero la emoción de ver cómo sale el sol por un lado y se pone por el otro no parecía ser algo que atrajera demasiado a su heredero. En fin, decidido esto, el noble linaje de los Ramiane abandonó el reino de Altena, dejando a Emhir en su nuevo hogar.



Invierno era la estación que más hacía notar su presencia en el Castillo Creciente, bastión que soportaba las intensas tormentas de nieve de las montañas belisianas. Los días eran fríos, las noches interminables y las ventiscas dificultaban la actividad al aire libre. Era cierto que su casa en Alteal estaba más alta… mucho más alta, ridículamente más alta que aquello; y, sin embargo, allí hacía mucho más frío. Era un frío intenso que congelaría a cualquiera lo suficientemente incauto como para permanecer quieto demasiado tiempo. Belisia no era excesivamente atractiva para los forasteros precisamente por su clima - la segunda razón quizá fuera la afición de decapitar forasteros tan arraigada entre sus habitantes, pero sobre todo estaba el clima.


En aquel momento, Emhir se encontraba absorto en sí mismo, sentado en su alcoba observando la tormenta. Se preguntaba qué habría sido de su hermana y pensaba cuánto quedaba hasta que terminase el invierno. Prometió que lo iría a visitar cuando allí fuese primavera y entonces podrían jugar de nuevo juntos como solían hacerlo en Alteal. Solían pasear y contarse chistes a cada cual más ocurrente. Una vez, de pequeño, Emhir había encontrado una rata enorme y quiso capturarla para enseñársela a ella, pero le mordió y estuvo una semana enfermo sin poder salir de casa. Ahora, cuando recordaba ese tipo de anécdotas, le entraba cierta nostalgia.

Su tío, capitán de la segunda unidad de la Guardia, pasó por allí.


- Así sentado pareces un poeta, chico - le dijo. No hubo respuesta, aunque tampoco hizo demasiada falta. Salvo con su padre, Emhir tenía cierta facultad para hacerse entender sin decir una sola palabra. - Hoy tampoco vas a salir de tu habitación, ¿eh?

Hubo un silencio incómodo. No era que Emhir no quisiera hablar con su tío, de hecho se llevaba bastante bien con él. Simplemente, el tiempo que hacía no le motivaba demasiado.


- Supongo que el vínculo entre gemelos es algo muy poderoso - siguió el capitán -, pero… Deprimirse y mirar por la ventana no es la solución. Con este frío, si te quedas quieto igual ya no te mueves del sitio.


El sentido del humor del capitán de la guardia, tan arraigado en la familia como un bosque de eucaliptos en Purelia, empezó a animar el rostro melancólico del joven.


- Un chico fuerte como tú podría hacer buena carrera como soldado. Sería una lástima que te perdieras el entrenamiento. Seguro que Tora se alegra mucho si cuando venga le dices que eres sargento lancero o una cosa así.


Su condición para haberse quedado había sido, claramente, que adiestraría para convertirse en soldado. Emhir no tenía nada en contra de los soldados. De hecho, siempre le había gustado ir a los desfiles de la guardia; incluso había pensado en convertirse en uno. Sin embargo, en Altena sólo había estudiado letras y apenas había participado en uno o dos entrenamientos usando palos. Convertirse en un guerrero capaz de enfrentarse a los más poderosos rivales y proteger a sus aliados era una idea, por qué no decirlo, que lo atraía bastante. Y si había un lugar idóneo para hacerlo ése era, sin duda, el Castillo Creciente, no tan alteniense como para saberse protegido y descuidar por ello su formación y no tan belisiano como para que lo mataran en la primera sesión de entrenamiento.



Hasta ahora y desde que había llegado, Emhir no había tenido ocasión todavía de coger una triste espada y menos de intentar esgrimirla. Las tormentas de nieve a las que los habitantes del castillo estaban acostumbrados habían sido especialmente fuertes este año y el período de entrenamiento para los nuevos reclutas se había postpuesto debido a ello. A pesar de ello, Emhir podía por fin empezar su entrenamiento.


- ¡Escuchad, estáis aquí para convertiros en las futuras elites de la guardia! ¡Sois la esperanza del Castillo Creciente! Vosotros acarreáis una gran responsabilidad. ¡Por eso estáis aquí! En el tiempo que paséis aquí, entrenaréis para convertiros en soldados dignos de un puesto en la Segunda Unidad de la Guardia. En ningún momento toleraré dudas, vacilaciones ni intentos de huida por parte de ninguno de vosotros. Quien se acobarde, luchará contra el miedo. Quien sea torpe o débil, luchará para superar la torpeza o la debilidad. Así son las cosas en la frontera. ¡Así son las cosas aquí, en el Castillo Creciente! Así que, si alguien quiere huir ahora, que sepa que las montañas y la nieve no son tan indulgentes. ¡¿Alguna duda, reclutas?!


Aquella pregunta parecía ir dirigida a él, Emhir Ramiane, el único de sus compañeros de promoción que había sido destinado en prácticas a la Segunda Unidad. Los otros reclutas ya habían sido ojeados y seleccionados bien por la Tercera y Sexta unidades - las de exploradores - bien por la Cuarta y Quinta - de arquería. La Primera Unidad de la Guardia la componían los paladines protectores de la familia real y sólo los soldados experimentados podían soñar con pertenecer algún día a ella; además, con el asunto de la ventisca apenas habían salido de los aposentos reales como medida extra de seguridad. Bien era cierto que la familia real del Castillo no necesitaba esas medidas - y mucho menos la princesa, de quien se decía que aventajaba en fuerza bélica al mismísimo Capitán de Paladines -, pero la nieve se había acumulado a las puertas del palacio y alguien tenía que sacarla antes de intentar salir pretendiendo salvar, al mismo tiempo, la integridad física de los portones.


La cuestión era que Emhir se hallaba solo frente al adiestrador, un hombre calvo cuya cara era un mapa de todas las batallas y asedios de la historia del principado. Aquella grotesca y dura imagen de veterano endurecido por cien batallas contrastaba con el aspecto aseado del joven. Pelo largo hasta los hombros, liso y cuidado aunque espeso, de un color azul violáceo; ojos grandes y expresión en cierto modo distraída, aunque todo lo resuelta que podía esperarse de alguien que se ha pasado casi veinte años leyendo chorradas acerca de los héroes y magos del pasado. Conste que Emhir desconfiaba sinceramente de los magos. No era que pensara que los magos fuesen una panda de afeminados dementes… simplemente que no era sabio tener a uno a tus espaldas. En todo esto pensaba mientras la rudeza del entrenador continuaba con su discurso al estilo de "soy un veterano de guerra, ¡merezco un poco más de reconocimiento! Como un monumento de marfil en la plaza y un par de desfiles en mi honor… anuales".


A pesar de su tosquedad y aires de… bueno, de veterano sin el debido reconocimiento popular, al entrenador se le podía reconocer la honestidad como virtud, además de un carácter directo que lo convertía en el último ser del que te esperarías una mentira. Por eso, en los entrenamientos…


- ¡Estás sujetando mal la espada otra vez!


- ¿Eh? - el recluta Emhir siempre recibía la misma amonestación. Aún así, siempre que se lo decían le parecía la primera vez.


- La parte plana tiene que ir de lado y el filo de frente, de frente, ¡así! - el entrenador le cogió la espada de las manos y cortó el aire con la pericia esperable de un maestro - De esta forma es como se puede herir al enemigo. De esta otra manera - ahora imitó el movimiento de Emhir, con el filo desviado en diagonal - no sirve. Así seguro que perderás la batalla.


Le devolvió la espada y se retiró unos pasos, a la distancia propia de quien observa los ejercicios.


- ¡Vamos, de nuevo! Blande la espada con el filo de frente y realiza el ataque frontal. ¡Otra vez!


En ese momento, el capitán de la Segunda Unidad pasaba por allí, en su patrulla por las inmediaciones de palacio. Los patios de entrenamiento se encontraban en la posición más pragmática según la unidad a que pertenecieran y el equipo requerido para realizar los ejercicios. Los jinetes tenían su patio en una explanada fuera de los muros del Castillo, los arqueros junto a ellos en uno de los puestos de vigilancia, los exploradores al lado de los canales de agua… y los paladines y los soldados de infantería como Emhir dentro de palacio. El de la Segunda Unidad estaba en la parte exterior, rodeado por soportales por donde siempre pasaban otros soldados cuando patrullaban. A decir verdad, a Emhir le agradaba aquel sitio; a pesar de estar descubierto, no hacía frío como si estuvieras en la calle y además era una maravilla cuando estaba soleado.

El joven recluta vio cómo su tío hablaba con su entrenador mientras él se ejercitaba.


- ¡No desvíes la vista! ¡Céntrate en tu objetivo, recluta!


Emhir se volvió y continuó sus ejercicios, asestando enérgicos golpes al aire.


- ¿Cómo lo está haciendo el chico, Roy?


El entrenador echó una mirada de reojo al patio, aunque la idea era evitar el contacto visual con su capitán.


- No… bueno. No es tan bueno como los reclutas que suelo tener. Sí, es un chico fuerte y con mucha determinación, pero no acaba de entender bien las bases. Es posible que llegue a ser un soldado, pero necesita entrenarse más.


- Ya veo… - el capitán cerró los ojos - Espero que lo acabe consiguiendo. Confío en ti para que el enseñes, sargento.


El capitán se volvió y siguió avanzando por los pasillos.


- Capitán. ¡Johan, espera!


El capitán volvió a volverse. Para alguien ajeno a la amistad entre sargento y capitán, sin duda sería curioso verlos conversar el uno frente al otro. Las facciones paleolíticas del entrenador ofrecían un contraste tal con el porte digno de un rey del capitán de la Segunda Unidad que se podría pensar que se trataba de dos fragmentos de realidades opuestas unidos por una perturbación en el caos antes que reconocer que ambos existían a la vez en un mismo lugar.


- ¿Cómo está la situación en palacio? - preguntó el entrenador.


El capitán dio un suspiro y volvió a cerrar los ojos, acongojado.


- La princesa sigue encerrada en su habitación y no nos deja entrar. De verdad, nunca vi una chica tan obstinada como ella… Su majestad sólo quería verla con el vestido de su cumpleaños.


- Todos los años lo mismo, ¿eh? Menudo chollo el tuyo.


- Ya… ¿Te acuerdas del follón de hace tres años? ¡Apareció dentro de un jarrón, la condenada! Sólo de pensar que ella nos gobernará a todos algún día…


- Qué miedo, ¿eh? ¡Hahaha!


Aquella conversación en tono distendido consiguió ponerlos a ambos de buen humor.


- Bueno, voy a seguir con la patrulla - dijo el capitán -. Cuídame del chico, Roy.


- Descuida… - mientras el capitán proseguía su ronda, el entrenador volvió a mirar de reojo hacia su impetuoso discípulo - ¡¡Eh, la estás volviendo a coger mal!! (Pero, ¿qué coño le pasa a este chaval?) ¡Pega con el filo hacia delante!



En el interior, los pasillos de palacio eran más amplios y estaban adornados con varios jarrones y cuadros de los héroes de batallas pasadas. Además, el suelo estaba enmoquetado, y eso suponía un enorme cambio si lo comparabas con caminar por el suelo de piedra de los pasillos exteriores.


El entrenamiento había sido realmente duro, como de costumbre. No importaba lo mucho que lo intentase, siempre parecía estar haciendo algo mal. Aún así, a Emhir no le gustaba pensar en ello, pues estaba convencido de que eran disquisiciones inútiles y era cuestión de tiempo el que mejorase. Después de todo, un soldado no empieza siendo maestro la primera vez que coge una espada. Aún quedaba, de todas formas, una duda rondando inquieta en la mente del joven recluta:


- ¿Por qué me mandan esto a mí? Ni que fuera el chico de los recados…


Lo cual proviene de lo sucedido al final de los ejercicios:


- Basta por hoy, Emhir.


Emhir bajó la espada hasta que la punta tocó tierra. Luego miró, ligeramente sorprendido, al entrenador.


- Todavía no…


- Tengo que pedirte algo - interrumpió el sargento -. Necesito que lleves esta misiva al suboficial de la Primera Unidad. ¿Lo harás?


Emhir iba a contestar algo… o eso creía recordar, pero el entrenador siguió hablando antes de que él dijera nada:


- En los pasillos interiores deberías poder encontrar a quien se la entregue. ¡Cuento contigo, recluta!


Y eso había pasado conque, sin saber muy bien a santo de qué, Emhir se hallaba recorriendo a paso seguro - y ligeramente desanimado - los elegantes pasillos del interior de palacio. En esto, algo pareció moverse tras una cortina.


Emhir se detuvo. Definitivamente, algo se había movido. Quizá solo hubiera sido el viento - no era ninguna tontería, ya que los pasillos estaban muy bien ventilados y a veces se formaban corrientes -, y eso habría pensado Emhir de haber decidido continuar caminando… pero bastarían un par de segundos para que cualquiera se hubiese fijado en los zapatos que asomaban por debajo de la cortina interfecta. Quienquiera que fuera el posible espía o asesino oculto detrás, sus maestros en el arte no le habían enseñado muy bien lo de esconderse. Emhir pensó durante un momento qué debía hacer. Si delataba la posición de aquel individuo, por torpe que fuera ocultándose, quizá firmara su sentencia de muerte. Alguien tan malo en el arte de esconderse tenía que ser, sin duda, un asesino sobresaliente. Tras meditarlo bien en lo que lo permitían las circunstancias, Emhir tomó su decisión:


- Sal de ahí, se te ven los pies…


Pudo morir. Al menos, pudo haber recibido una puñalada que lo hubiera dejado medio muerto. Pudo, aunque fuera, haber perdido un brazo o un ojo a manos de un siniestro, aunque poco hábil, enemigo. Incluso pudo haber recibido una gran recompensa descubriéndolo… pero no fue el caso, porque quien se ocultaba tras la cortina no era un asesino.


Era una mujer. Una dama que no quería trabajar, posiblemente, y que se había escondido lo bien que pudo para no tener que atender a la princesa.


- Oh, sabía que alguien me encontraría aquí. Pero, ¿qué remedio? Ya no hay escondites decentes en los que me pueda meter - de repente, la chica se dio cuenta de algo -. ¿Me… estás mirando todavía los pies?


Vaya, pues sí. Cuando uno acaba de encontrarse en una situación así tras dos horas de entrenamiento descerebrante, los tiempos de reacción para sucesos ajenos a pegar al aire con la espada disminuyen drásticamente. Así pues, Emhir probó a subir la cabeza hasta dar de frente con la dama en cuestión. Llevaba unas galas que, realmente, eran propias de una dama; el pelo, largo de un color verde océano, cuidadosamente arreglado y tan liso que parecía la imagen temporalmente congelada de una catarata o un alga de los principados del Sur; las orejas, tan limpias que se podría comer en ellas, llevaban cada una un pendiente enjoyado que representaría tranquilamente el erario anual de un soldado raso, aunque parecían estar algo descoloridos por dentro. Aquella angélica visión podría ser perfectamente confundida con una dama… si se pasaba por alto la expresión de su rostro, verdaderamente poco asociable con el de una dama. No era que fuese fea, de hecho era bastante agraciada en todos los aspectos, simplemente, esa cara parecía estar más hecha para pelear sola contra un ejército invasor belisiano que para servir, o tan siquiera estar, en la corte de un palacio, aunque ese palacio fuera el Castillo Creciente.


Emhir pensó que aquella cuestión era obvia, pero aún así preguntó:


- ¿Estabas escondida ahí detrás?


La dama de rostro beligerante hizo ademán de querer responder algo así como '¿a ti que te parece, atontado?', pero algunos pasos que se acercaban por el pasillo le hizo replantearse la estrategia.


- Ven, ¡sígueme!


Emhir la siguió, más por la mano que le apretaba el brazo y tiraba de él que por haber acabado en su cabeza el proceso mental de decidir si la iba a seguir. Atravesaron un pasillo enmoquetado a toda pastilla y luego torcieron por una esquina, hacia un pasillo con muchas ventanas. Emhir pensó que lo que estaba viendo era una locura, pues la chica tal parecía tener la intención de saltar al exterior atravesando los cristales… pero no podía ser, en el último instante girarían para seguir por cualquier otro pasillo hasta llegar a, por ejemplo, las cocinas. Todas las damas a la fuga de las historias que él leía tendían a esconderse en las cocinas, las cuales parecían ser las tierras sin ley de los palacios de las novelas. Seguramente pasaría eso o algo parecido, aunque cada vez había menos tiempo para girar y menos espacio entre ellos y el cristal de las ventanas… cada vez menos… todavía menos… ninguno. Al parecer sí que iban a saltar.


Cogieron impulso y atravesaron la gruesa cristalera. A Emhir no le dio mucho tiempo a preguntarse cómo el puño de una dama de la corte podía haber roto aquello al primer intento, porque enseguida se encontró con su cuerpo precipitándose al vacío y su mente inmersa en una mezcla entre mareo y confusión.


Tras el golpe, afortunadamente parado por un arbusto al que el joven soldado estaría agradecido el resto de su vida, ambos fugitivos - o fugitiva y secuestrado, más precisamente - se hallaban en uno de los patios descubiertos de la parte exterior. Fuera parecía haber un terremoto de guardias corriendo en todas direcciones. Emhir intentó alzar la cabeza para ver, pero se topó con que algo no excesivamente duro obstaculizaba el proceso. Al mirar, se encontró de frente con el trasero de la dama.


El estruendo pareció alejarse y el trasero se levantó de entre los arbustos.


- Uf… hay que ver qué pesados.


Emhir se incorporó hasta quedar más o menos a la altura de la chica. Pensó que había llegado el momento de la verdad.


- ¿Por qué hemos huido? Bueno… por qué has huido y me has arrastrado, más bien.


Había algo inquietante en la mirada de aquella antidama, pero, una vez ésta se encontró con la de Emhir, le pareció más honorable y sincera que la de un rey.


- Mira esto - dijo agarrándose los cabellos -. Mi madre me ha obligado a cortarme el pelo así para mi cumpleaños, ¡y a llevar pulseras, pendientes y un collar! - dio un par de pasos trabajosamente - Y con esta falda enorme y los zapatos no me puedo ni mover. ¿Tú crees que es normal? ¡Es mi cumple, no el suyo, maldita sea! Cago en…


Definitivamente, mover sí que se podía o no habría pegado aquella carrera suicida hace un momento. Sin embargo, a la chica no le faltaba razón. Emhir se fijó en las manchas de los pendientes que había tomado por óxido y se dio cuenta de que era sangre.


- No me los he podido quitar… Dejé el collar y las pulseras por ahí antes de esconderme, pero con éstos no hubo manera - la chica parecía realmente torpe para estas cosas, confirmando más en la mente de Emhir que no podía tratarse de una dama de verdad -. ¡Ahora que recuerdo, también tenía una tiara! Ésa me gustaba… una pena que se me haya caído - volvió a mirar al joven soldado -. Bah, no importa. ¿Cómo te llamas?


Emhir no había sido educado para dar su nombre al primero que se lo pedía, por mucho que se tratase de una alocada supuesta dama de gran hermosura con la que acababa de compartir una huida igualmente alocada. Aún así, no creyó que fuera a verla nunca más, así que no encontró riesgo en decírselo. Posiblemente lo olvidaría al día siguiente, además.


- Soy… de la segunda unidad, me llamo…


Alguien gritó con tanta energía que su eco resonó en todas las montañas de la frontera.


- No, tengo que irme… Parece que están preocupados por mí.


- Yo también debería… de hecho, tengo cosas que hacer.


La chica esbozó una sonrisa, como si algo le hubiera hecho gracia.


- Parece que los dos estamos ocupados. ¡Bueno, hasta luego, soldado de la segunda unidad!


Diciendo esto, se fue andando tan enérgicamente como había escapado. Emhir también se levantó y partió en dirección opuesta. Había dicho que tenía cosas que hacer, pero… ¿qué era? Realmente sólo había sido un reflejo… Aquella chica de aspecto beligerante, le sonaba de haberla visto en alguna parte, aunque en un contexto totalmente diferente. Quizá sí fuera una sirvienta, después de todo. Se llevó una sorpresa, desde luego. Nunca creyó que una mujer tan agresiva pudiera ser también agraciada. De repente, Emhir notó algo raro…


- ¿Eh? ¿Qué tengo en el bolsillo?


Ostras, la misiva. Parecía mentira que no se le hubiera caído con todo lo que había pasado. Debía entregársela al nosequé de la primera unidad… el subcapitán, el sargento, ¡a alguien de la unidad de paladines! Era la unidad más importante de la Guardia.


- No sería nada importante - dijo, mientras tiraba el papel de la carta al suelo de los pasillos exteriores.


Después de todo, se la había dado su entrenador, el sargento. Sería cualquier estupidez. Y, si no, alguien más avispado ya se enteraría por sí mismo de lo que fuera que había en ese papel. Emhir estaba cansado y prefería dedicar sus últimos esfuerzos del día a ejercitar más con la espada en su casa. Un soldado, que luego pasó por allí, encontró la misiva en el suelo y la tiró al río al anochecer. La basura biodegradable no se deja en los pasillos de palacio, aunque sean los exteriores.


El mensaje decía: La princesa Kuto está escondida en la cortina.

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