El tren
- Skale Saverhagem
- Jul 12, 2014
- 15 min read
Updated: Mar 16
Eso es lo primero que uno piensa, desde dentro no distingues el tiempo que hace fuera. Nublado, por supuesto, eso lo sabía cualquiera; si conocías el lugar, sabías que siempre está nublado por esta época... y más aún si acababas de entrar, como era el caso. Para conseguir un billete había tenido que enseñar el pasaporte como un delincuente. “Thomas Atkinson”, la foto parecía coincidir. La gabardina vieja y la camisa arrugada no ayudaban, pero el billete era necesario. Ahora sólo quedaba esperar. Había un cartel grande que decía “Estación de Fénix”. Estaba en el lugar adecuado y más o menos en el momento adecuado. Miró el reloj. El tren debería haber llegado, pero no había ninguno en las vías que se le pareciera. Echó la vista al cielo... aquel lugar estaba pidiendo a gritos una tirada de metáforas sobre la utilidad y los tejados altos. ¿Dónde diablos estaba el tren? Se dio la vuelta y vio el reloj de la estación, entonces comprendió lo que pasaba. El reloj de la estación estaba atrasado.
Thomas pensó que ése habría sido un momento perfecto para ir a mear... si hubiera tenido ganas. La vejiga es a veces una amante traidora. Antes de tener ocasión de preguntarse por qué había asociado la palabra “amante” a su vejiga, el traqueteo propio de un tren enorme estaba haciendo temblar la estación. Su tren, no podía ser otro. El gobierno no tenía fondos para construir otro tren igual y menos hacer pasar a ambos por la misma estación. Las paredes no lo aguantarían. Volvió la vista y vio llegar a aquel mastodonte infinito, miró su reloj, cuatro minutos tarde. Parecía que no se iba a parar nunca, miles de vagones pasaban ante su cara y el ruido era ensordecedor. Pero al final venció la lógica y el expreso se detuvo escupiendo vapor como lo haría un dragón en celo. “Pin-pan-pin-pon, Fénix Oeste”.
Una vez se despejó la nube de vapor, el tren apareció detenido ante los ojos de Thomas. Aquello ocupaba tanta vía como alcanzaba la vista, llegando a perderse en el horizonte nublado de la mañana. En cada vagón se leía en letras grandes y amarillas la palabra “Transcontinental”. En cuanto las puertas se abrieron, el megáfono repitió “Pin-pan-pin-pon” y Thomas supo que el momento había llegado. De repente se dio cuenta de que no había nadie en la estación, ningún otro pasajero salvo los tres o cuatro que se habrían bajado del tren. ¿Qué idiota coge un tren expreso para recorrer quince kilómetros? Aristócratas... pobres imbéciles. Sin darle más importancia, se encaró a su vagón y puso un pie en la escalera.
I
El billete decía “asiento 33A”. Thomas buscó por el vagón y encontró una serie de compartimentos. Tenía sentido, después de todo. Al otro lado estaban los asientos individuales. El asiento 33A estaba vacío y no había nadie cerca. El espíritu de la soledad seguía acechándolo o protegiéndolo quizá, según se mirase...
El tren no se movía aún. Por la ventana se veía la estación con sus vías, sus techos enormes y una escasez considerable de personas, era un paisaje bastante deprimente, pero al mismo tiempo proporcionaba una extraña sensación de seguridad. En el cristal se podía ver el reflejo de Thomas, pero a él no le interesaba demasiado, lo veía de refilón, porque se entrometía en su visión periférica... Thomas Atkinson ya conocía el aspecto de Thomas Atkinson, era inútil prestarle atención, como también era inútil observar aquel cuadro urbanita.
El sonido del vapor indicaba la partida inminente del Transcontinental. Thomas apartó la mirada de la ventana en el momento en que el tren había empezado a moverse y se dispuso a relajarse. El tren dejaba la estación con cuatro minutos de retraso, todo bien.
Al compartimento se habían unido tres pasajeros más. Thomas no recordaba en qué momento habían entrado, ni siquiera si lo habían hecho a la vez o uno detrás de otro... pero había tres, los tres de verde y al menos dos parecían sufrir algún tipo de incontinencia urinaria. De hecho sus maletas ya estaban allí, ahora que se fijaba. Uno de los incontinentes empezó a secarse el sudor con la mano de forma grosera pero idiota; se parecía en cierto modo a un huevo. Entonces los otros dos empezaron a hablar no se sabe de qué, pero a cada rato comenzaban a reír como si no existiera un mañana. El hombre huevo no tardó demasiado en unirse a la conversación... también se reía como un huevo. No es fácil explicar cómo se ríe un huevo, pero Thomas estaba experimentando una risa de huevo genuina. Y seguía sudando. Y el sudor se lo secaba con las manos...
Al rato un silencio rancio se apoderó del compartimento. Parecía que se les había agotado el fuelle, quizá habría un poco de tranquilidad ahora. Un minuto, dos minutos, tres... quizá quince. Pasaba el tiempo mientras el tren atravesaba los vastos campos de cebada... Thomas no miraba los campos, pero no había falta mirar para saber que el tren los estaba atravesando. Había un ambiente general de cebada. En ese momento, uno de los pasajeros a la izquierda de Thomas empezó a hacer un ruido siniestro con la boca *mndñ, mndñ*. De vez en cuando hacía ese ruido, un ruido desquiciante y absurdo propio de un suicida. Thomas prefería no mirar, pero de vez en cuando echaba miraditas de refilón por si captaba al culpable... era el hombre huevo o su compañero. *Mndñ, mndñ... mdnñ, akk* de vez en cuando aparecían otros sonidos raros. Otro de los pasajeros, el que estaba sentado en frente, empezó a sorberse compulsivamente la nariz como si el aire recalentado del compartimento fuese cocaína. *Ñmnd, mdnñ, grooo... mndñ* Diez segundos de aquello desesperaría a cualquiera y Thomas llevaba ya tres minutos de reloj en aquel manicomio. Para la siguiente estación aún quedaba un trecho y hasta podría ser que no se bajasen allí... Él no estaba dispuesto a correr ese riesgo.
Se levantó de un salto y salió al pasillo ante la atónita mirada de los circunstantes. “Putos imbéciles”, pensó y empezó a andar por el pasillo hacia delante. Decidió que encontraría un asiento tranquilo y se sentaría allí. Los billetes estaban numerados y el revisor podría ordenarle que volviese al suyo. Decidió que se la soplaba el revisor y los asientos numerados... dormiría en el pasillo antes que regresar a su asiento. Siguió recorriendo el tren y en un enlace entre vagones se cruzó con una mujer.
– Hola, Thomas.
Las palabras habían tenido que venir de ella, pero no recordaba haberla visto antes. Por si acaso, se giró y encontró que también ella se había detenido. Aún así, tenía inexplicables certezas acerca de aquella mujer que ahora tenía en frente, una joven asiática vestida como una de esas cantantes de los dibujos animados y con un físico similar a la topografía de Alteal*. Entre otras certezas, estaba una que sobresalía: tenía que mantenerse lejos de ella si no quería morir.
La sonrisa de la joven, que al principio observaba serena, aumentó hasta abarcar toda la cara en un gesto inocente de felicidad. Él se giró bruscamente y siguió andando hasta la puerta del otro vagón.
No la vio, pero pudo imaginar una expresión de desconcierto en la cara de la misteriosa mujer. Un desconcierto sereno de esos que suscitan interés, ella era el tipo de mujer que lo hacía todo con serenidad y suscitando el interés de las personas. Abrió la puerta y se encaró al nuevo vagón. Un vagón sin compartimentos lleno de gente bulliciosa... un paso y estaba dentro.
Era la clase de ambiente que siempre le iba bien para descansar, anónimo entre la multitud, aquello lo arropaba mejor que un manto de franela. Empezó a examinar el lugar con la vista para encontrar un sitio. Ese tren, esa mujer... De repente, sintió un pinchazo en el cogote. En aquel tren iba a ocurrir algo.
Empezó a avanzar entre las hileras de asientos buscando cualquier cosa, una pista o indicio. Era consciente de que los pasajeros pensarían que era un pirado, pero Thomas Atkinson tenía instinto para los asuntos ilegales y en aquel momento su instinto le decía que algo andaba mal. Recorrió aquel vagón examinando cada detalle. Una maleta de extrañas proporciones, un pasajero con un tic inexplicable en el dedo meñique o quizás una conversación incoherente que en realidad quería decir “robo” o “asesinato”. No era una paranoia o los delirios de un drogadicto, algo iba a pasar. Siguió recorriendo cada vagón observando detenidamente cada compartimento, incluso los asientos vacíos. Llegó al vagón restaurante, allí se detuvo en la entrada... y detrás de él escuchó la voz de alguien.
– Hay algo que aún no te he dicho.
La voz era la de aquella mujer que extrañamente conocía. Ni siquiera la había oído acercarse.
– En este tren hay algo extraño, va a pasar algo... – su voz era cortante a la par que inquisitiva, según Thomas, el tono de un inspector – Estoy convencido de que va a haber un atraco – y diciendo esto se llevó una mano a la nuca para rascarse –, así que no molestes.
El picor en el cogote se había intensificado hasta convertirse en punzadas de dolor que amenazaban con perforarle el cráneo. El atraco era la opción más plausible para un tren expreso como aquél, había que descubrir el plan antes de llegar al tramo estepario o sería demasiado tarde. Según examinaba aquel vagón, el lugar cambiaba... seguía estando en el mismo vagón, el mismo conglomerado de pasajeros... pero la impresión en su mente se estaba volviendo distinta. En su interior una ola alquitranada se desplegaba por su espina, invadiéndole el pecho y luego la parte frontal de la cabeza. Abrió de par en par los ojos y descubrió que ya estaba muerto.
O, mejor dicho, recordó que había muerto. Pero los recuerdos asociados a su muerte no tenían sentido, él no recordaba haber vivido nada de aquello...
– Has muerto una vez, pero no te preocupes, estás vivo – la voz de aquella mujer desde su espalda pretendió sustraerlo a la realidad.
– ¡No quiero tener nada que ver contigo, esfúmate!
Una mujer cualquiera no habría insistido... de hecho una mujer cualquiera, o un hombre cualquiera, cualquier persona que llevase el nombre de cuidadano con algo de dignidad no le habría dirigido la palabra, para empezar. Aquella mujer era definitivamente muy rara y, en esos momentos, además era exasperante.
Lo gracioso es que su silencio también era raro y exasperante. Thomas decidió no pensar en ello y seguir andando por el vagón adelante.
Ya había muerto una vez, pero ahora estaba vivo. Estaba vivo, pero había muerto. Todo esto según su instinto y las palabras de una candidata firme a loca peligrosa con una mirada capaz de poner los pelos de punta incluso de espaldas. Esa mirada que parecía esconder mil intrigas, pero en realidad era una trampa para que te despistaras y... el propósito podría ser cualquiera, el simple hecho de extender el caos en tu cabeza bien llegaba. Vivo y muerto, muerto-vivo; no, muerto pero vivo. Estaba allí en vez de en...
Y había sido ella. Pero, ¿cómo? La creía capaz de hacer trampas a la ruleta y, aunque no estaba muy seguro de por qué, de convencer a un martini sin hielo de fabricar sus propios cubitos, pero esto era una cosa muy diferente. Pero si ella lo había sacado del mundo de los muertos y ahora estaba en el de los vivos, entonces...
– Entonces alguien me ha reemplazado.
Un escalofrío de ultratumba recorrió todo su cuerpo y su espíritu se tambaleó como un tentetieso en agua estancada. Por si le quedara alguna duda, ella no había dicho nada.
“Pin-pan-pin-pon, Rosa de Asgardios”. El tren se paró, algunos pasajeros del vagón restaurante se levantaron, quizá se disponían a bajar. En la quietud de aquel espacio, la joven asiática empezó a hablar de nuevo.
– Puede que aún no... tu reemplazo se escogió al azar cuando subiste al tren y hasta que esa persona se apee en una estación, no habrá muerto... y tú no estarás realmente vivo.
No era demasiado tarde, aún estaba a tiempo.
– He de encontrarlo, ¡tengo que impedir que se baje! – y con un impulso súbito, Thomas empezó a moverse de nuevo.
Eso era lo que iba a pasar, lo que ya estaba pasando, el motivo de sus picores en el cuello; su instinto no le fallaba, sólo que no tenía información suficiente para saber qué era. Alguien iba a morir, alguien iba a morir y a ocupar su lugar entre los muertos. Siguió recorriendo el tren, vigilando cada salida, sin perder de vista las personas que se levantaban... pero no encontró a ninguna que se fuera a apear. Si lo tenía en frente, sabría que era él, estaba seguro. Aún así, era fácil pasar inadvertido, camuflado entre tanta gente.
El transcontinental volvió a ponerse en marcha. Thomas estaba decidido a encontrar a su reemplazo. Estaba allí dentro... sólo tenía que dar con esa persona antes de que fuera tarde.
II
Habían pasado varios días desde que el tren había entrado en la estepa. Allí las noches eran largas, se sucedían monótonamente una detrás de otra, creando una atmósfera de apacible sopor. Habían dejado atrás incontables estaciones sin que hubiera habido cambios... un muerto suele ser un cambio relevante en todos los lugares, sobre todo si muere de forma inexplicable nada más apearse. En cualquier caso, los gritos histéricos de la gente lo habrían alertado. Sin embargo no fue así y él, Thomas Atkinson, seguía sin encontrar a esa persona. Estaba apoyado en la ventana, ante su cara reflejada en un horizonte de oscuridad mirando hacia su interior, dejando descansar a su mente por un instante. El abismo nevado devolvía también el reflejo de la guapa asiática. Había conseguido encontrarlo tras días de escudriñar vagones. El agotamiento había impedido a Thomas hacer por que se fuera.
– Harumi – aquel nombre perseguiría sus recuerdos implacable, hasta el día en que muriera de nuevo –, de tanto espacio que hay, ¿por qué me persigues?
– Deberías estar alegre por volver, sin embargo te empeñas en encontrar a esa persona. No entiendo por qué...
– No tienes que entenderlo ni tampoco que seguirme.
No habían intercambiado más que unas pocas palabras hasta ahora, en todo el viaje. Thomas tenía sus intuiciones, incluso sus intuiciones sobre Harumi. Había estado durmiendo mal y apenas había comido. La obsesión de encontrar a su reemplazo lo tenía en un estado de alerta esquizoide, pero al mismo tiempo era una de las pocas cosas que lo salvaban de caer presa del cansancio y la locura. Harumi, en vista de que él callaba, continuó hablando.
– Aún queda un largo trayecto, de muchos días de estepa, antes de que el tren vuelva a tomar paradas. Aprovecha este tiempo para descansar...
– Estamos en un tren de ultratumba – Thomas le hablaba al reflejo del cristal –. Ha sido obra tuya, ¿verdad? Eso de traerme por un reemplazo... Dime quién es.
– No tengo ese poder – contestó ella –. Si no dejas que baje del tren, serás tú quien muera. Aún así, sigues empeñado en encontrarle. ¿Crees que sería inmoral dejar que alguien muera en tu lugar?
– No lo hago por moralidad, ni por justicia... esas palabras han perdido su significado para mí desde hace tiempo – apoyó la frente entre las manos, intentando quizá pensar con más claridad –. Ni yo estoy seguro de por qué lo hago, pero tengo que hacerlo y tú no me vas a impedir que lo encuentre.
Aquello no era una amenaza, no había sonado a amenaza. Era la constatación de un hecho. Harumi no iba a poder disuadirlo usara el método que usara, con él sencillamente no serviría. Únicamente podía estar con él, mirando cómo avanzaba hacia su muerte sin ninguna razón consciente, pero con una extraña e imparable convicción.
– ¿Me vas a ayudar a encontrarle? – dijo él.
– No tomaré parte en tu suicidio.
– ¿Qué suicidio? Yo ya estoy muerto... morí una vez, no entiendo para qué alguien querría devolverme a la vida.
– Tampoco yo.
Él miró su reflejo como un reo miraría a su juez, con cierto matiz de ira y una pizca de súplica, a la vez que una dosis letal de indiferencia.
– Estoy perdiendo el tiempo, en vez de estar buscando a mi reemplazo sigo aquí hablando con una lunática como tú...
– ¿Y si fuera alguien que aborrecieras? Una vez lo encontrases, puede que creas que no merece vivir... Cada vida es diferente, hay muchas personas que no aprovechan su auténtico potencial; da exactamente igual si viven o nunca han existido... otros, en cambio, son individuos irremplazables...
– ¿Cómo se puede reemplazar a alguien irremplazable?
Harumi abrió los ojos como platos. Aquello había cogido desprevenida a su mente y su raciocino se debatía entre la catatonia y la catarsis. No había retórica en esas palabras, o por el contrario era retórica pura totalmente vacía de sentido... las palabras de un muerto pero vivo que ella misma habría podido pronunciar si las circunstancias hubieran sido distintas.
– El tren sólo para una vez – dijo ella – antes de llegar a Polema. Deberías recordarlo si pretendes continuar...
Con esto la joven Harumi había roto su palabra, pero en realidad ya daba igual. El tren sólo para una vez, una ocasión para morir. Y después...
El enorme abismo oscuro, el transcontinental avanzando impasible a través del infinito. En el cristal, el reflejo de una vida; en la ventana, sólo la estepa. El tren sólo para una vez. Unos pocos días más fuera del tiempo.
– Tengo que ir a mear – dijo Thomas levantándose.
– Recuerda lo que te he dicho.
III
Por razones insospechadas, Thomas seguía buscando. Los días pasaban lentamente sin ningún resultado, recorriendo los vagones una vez y otra vez en ambos sentidos. Harumi no había vuelto a aparecer... la veía de reojo al pasar de vez en cuando, pero nada más, ninguna palabra. Parecía que se había rendido definitivamente, lo que desconcertaba de forma asesina a Thomas, al menos en las escasas ocasiones en que su mente abandonaba por un instante el propósito en el que se concentraban todas sus energías. Aquel hombre, o mujer, o perro... lo que sea que fuera tenía que estar en aquel tren.
En ese instante, Thomas se encontraba en el pasillo del vagón número tres, frente a su compartimento. Los asientos estaban vacíos salvo por un señor con bigote que debía haberse subido poco antes de entrar en la estepa. No parecía desagradable... pero no era él. Se sorprendió alegrándose de que no fuera ni el hombre huevo ni cualquiera de los otros dos; la sola idea de que alguno de esos pudiera reemplazarle en la otra vida le parecía espantosa, le daba hasta grima.
Sonó un mensaje que lo rescató de sus pensamientos: se estaban acercando a la próxima parada. Su parada. Luego sería demasiado tarde para encontrarlo.
Echó inmediatamente a correr, recorriendo el tren hacia delante. Sólo había una explicación posible, que el pasajero que era su reemplazo estuviera haciendo lo mismo que él, moverse por el tren mientras lo buscaba. En ese caso, tendría que ser más rápido que él... ¿Podía ser el revisor? ¡El maquinista! El tiempo se agotaba, su parada se iba aproximando inexorable. Tenía que encontrarlo... pero al abrir las puertas del siguiente vagón, un hombre alto y una mujer se interpusieron en su camino. “Escuche, cálmese, ¿se encuentra bien” Dijeron algo así mientras Thomas los apartaba con todas sus fuerzas e intentaba seguir corriendo... Un vistazo rápido a todos los pasajeros intentando fijarse en alguien a quien no había visto, una cara remotamente desconocida después de semanas de examinación exhaustiva. Su mirada parecía la de un esquizofrénico. Seguía avanzando por el tren arrollándolo todo, ya restarían pocos segundos, se oía el chirrido de las ruedas al frenar, la última oportunidad para encontrarle, todo el vagón parecía estar difuminándose ante él, el tren era cada vez más irreal y los pasajeros iban fundiéndose... el mundo estaba perdiendo su consistencia, él mismo se fundía, desaparecía en un fundido blanco.
…
…
IV
Estaba en el tren, sentado en su compartimento mientras el paisaje avanzaba al otro lado del cristal. Ahora el transcontinental atravesaba los vastos cultivos cercanos a la frontera. Habían pasado varios años, pero Thomas seguía vivo. Se enteró mucho después de que su reemplazo había sido un tal Williams, por lo visto se había bajado en la parada en que él había subido al tren la primera vez. Nunca pudo hacer nada para evitar vivir, a su manera tenía gracia. Ahora, al mirar aquellos campos de cebada a la luz del mediodía, imaginaba su estancia temporal en el reino de los muertos... un campo celestial más allá del recuerdo, una leve brisa acunando el cereal y él allí tumbado, disfrutando el panorama mientras los gentiles rayos solares templaban su ánima.
– Este sitio es profundamente irreal.
– ¿A caso esperabas otra cosa? – era la voz de Harumi, ella estaba sentada junto a él en la imagen de su memoria.
– Entonces es que he muerto de verdad.
– Esto te pasa por no hacerme caso – le reprochaba inocentemente ella –, deberías confiar más en la gente que te quiere.
– ¿Estás queriendo dirigir mi vida incluso aquí? – le respondió, a lo que ella no pudo evitar contestar con una risita.
El pelo de ella también se mecía con el viento, ondeaba como si fuera el mar de aquella tierra sin horizonte. Se apartó el flequillo de la cara delicadamente con una mano, mientras con la otra se apoyaba en la hierba.
– ¿Por qué estás aquí? ¿También has muerto?
– Es complicado, mi vida es un poco diferente a la tuya. En realidad estoy viva y aquí al mismo tiempo – él debió poner cara de no entender, porque ella se rió de nuevo –. Te dije que era complicado.
Él miró un momento a los campos de cebada. Estaba tumbado, muy cómodo, nada le dolía... todo era muy agradable.
– Dime, Haru... ¿tú podrías hacerme vivir?
– Tu destino no se ha decidido aún, pero haría falta un reemplazo... un alma que ocupara tu lugar en la otra vida.
– Yo... quiero vivir. Creía que no me importaba, pero ahora sé que sí. En aquellos momentos me gustaba estar vivo.
– ¿Cuándo te has dado cuenta?
– En el momento en que leí tu carta y al ver este campo de cereales... En este lugar todo ocurre por inercia.
Ella volvió a reír.
– Este lugar es sólo producto de tu imaginación – luego, sus palabras tomaron un tono más apacible –. Si consigo hacer que vivas, quiero que me digas una cosa...
*Pin-pan-pin-pon*
El sonido del megáfono hizo salir a Thomas de su abstracción. Estaban llegando al final del trayecto. Se levantó, cogió su equipaje, pero no consiguió retomar el hilo de su pensamiento. Es lo que sucede, una vez que te levantas ya has pasado a la acción. Ahora, Thomas se preparaba para su nuevo trabajo como inspector de policía. Los recuerdos desaparecían según caminaba por el pasillo del tren expreso.
*Última parada, Polema central... Última parada, Polema central*
Fin
*Una región conocida por sus enormes montañas, rodeada de amplios valles y con un pequeño pero frondoso bosque al Sur, aunque los parecidos con esta última referencia eran difíciles de comprobar en aquel instante.
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