Capítulo 19 ~ El Destructor de la isla de la codicia
- Skale Saverhagem
- Apr 8, 2017
- 20 min read
Updated: Nov 13, 2024
Desde hacía un par de días, o una cantidad indeterminada que aún así implicase un periodo o cantidad razonablemente poca al no ser necesidad una precisa que mida la duración de los acontecimientos que en esta notable y peregrina historia se narran, había este impreciso número de días pasado sin mucha actividad reseñable y escasa comida y dormida por parte del aventurero grupo compuesto de quienes ya conocemos y toda la conversación se había centrado en hacia dónde avanzar, seguida por interminables instantes de silencio. Aquel día, la discusión estalló:
– ¡¿Por qué no podemos viajar ahora a Denhuria, eh?! – replicaba exhausto Hakon.
– Aunque es cierto que las tablas que faltan pudieron habérselas llevado los denhurios en un saqueo – comentaba el habitualmente impasible hechicero, ya con cierta crispación nerviosa –, no tenemos pruebas suficientes para asegurarlo. ¡Además de que sería un suicidio!
– No hay nada que temer, ¡la justicia está de nuestra parte!
– ¿¿Cuántas veces tengo que decirte que no somos la justicia?? Denhuria habrá repartido órdenes de búsqueda entre todas las cuadrillas en territorio occidental, ¡ahora mismo somos unos criminales buscados por la ley!
– ¡¿Ah, sí?! ¿Qué diría tu maestro si te viera hablar así, eh?
– Callad un poco, me vais a estropear el sabor del té... – dijo Kradenhur.
Súbitamente la calma regresó al tranquilo lugar. Habían elegido un árbol caído cercano a unos cuantos arbustos para hacer su campamento aquel día, aprovechando la rápida cobertura que ofrecían un par de rocas musgosas situadas junto al tronco. Quizá motivados por el cansancio o bien por la ausencia de patrullas o cuadrilleros, habían decidido hacer un pequeño alto para recuperar energías después de tantos días caminando sin descanso.
– Mientras Rekhinor llega con la comida tenemos tiempo, así que te contaré una historia, para que entiendas de una vez cómo es la justicia de este mundo. Una historia que sucedió cuando el mundo era antiguo y...
– Deja los prolegómenos, leñe, que lo aburres antes de empezar – dijo Kradenhur.
– Cuando cuentes tú la historia de tu juventud, ya la contarás como quieras – y, confiando en que aquello contribuyese a que el anciano druida se estuviera callado durante el relato, el hechicero continuó o, más bien, empezó con la narración –. Ahem... veamos. Decía que esta historia aconteció hace algún tiempo, en un lugar lejano conocido por aquel entonces como la Isla de Occidente. Ejem... Por aquel entonces, la moneda acuñada había facilitado el auge del comercio y convertido al reino en el más próspero de los fundados por los humanos tras la Diáspora a finales de la Era Antigua1, o así era a ojos de los mercaderes que no dejaban de inundar la isla con toda clase de extraños bienes esperando hacer un buen negocio, lo cual redundaba, por supuesto, no sólo en una riqueza cada vez mayor, sino también en la fama de aquel país y de su gobernante2. Claro está que esa riqueza no la veía casi nadie o, precisamente, era tal que todo el mundo podía verla pero casi nadie tocarla, pues mientras los comerciantes se llenaban los bolsillos y aumentaba el erario en las arcas del reino, una parte menos visible, pero muy presente, de los habitantes pasaban hambre a diario y morían al no poder ser atendidos por un médico ni tener con qué pagar las medicinas más baratas. Así que...
– ¡Yo, yo! ¡Tengo una pregunta! – exclamó súbitamente Hakon y, una vez estuvo seguro de haber hecho una pausa lo suficientemente dramática, prosiguió – ¿Por qué se llama la isla de occidente?
Kanth habría descabezado al inexperto como a una gallina si no fuera por el interés que él mismo tenía en contar la historia. Luego también estaba lo de que era el elegido de una dudosa profecía que vaticinaba la destrucción del mundo, pero a la luz de lo primero era un detalle sin importancia.
– Se llama así – respondió severo – porque estaba en el punto más al Oeste del mundo conocido en aquella época, por eso era la Isla de Occidente. Ahora seguiré con mi historia y no toleraré más interrupciones, ¿estamos?
Aquella inusual advertencia debió causar un efectivo efecto en ambos los presentes, pues hasta que el antiguo escudero acabó la narración de estos hechos ninguno se atrevió a interrumpir el relato, el cual sucedió más o menos como sigue:
Por la época ya dicha en la ciudad antes referida, si es que le podemos llamar ciudad, había un joven y valeroso ladrón que sentía curiosidad por ver cómo era el mundo al otro lado de los muros del palacio real. Tal era su inquietud y tamaño su arrojo que, a pesar de su corta edad, un buen día decidió aventurarse más allá de los callejones de uno de los múltiples y ocultos a la vista de los turistas barrios pobres de la ciudad para llegar, burlando las miradas de la guardia real, hasta una valla metálica en el rincón izquierdo del palacio. Aquella valla se alzaba demasiado alta para poder escalarla, pero al otro lado podía verse un enorme y fresco jardín lleno de hierba y de flores cuyo precioso y agradable aroma apenas lograba traspasar los barrotes de aquel paraíso silvestre, tan sólo a palmo y medio de distancia de su nariz pero tan lejano de él como el cabo del rabo y tan inquebrantable y misterioso como los confines del océano.
Al otro lado, el pillo se percató de la presencia de alguien en el jardín, una niña de largos cabellos castaños, que lucía limpios y lisos mientras revoloteaban al viento que ella causaba en sus correrías, jugado entre las florecillas del espacioso lugar, desierto en lo absoluto salvo por aquella única y sola presencia, a la cual, por otra parte, no parecía importarle aquella ausencia; su atención estaba centrada incluso más lejos, en los mundos etéreos que alcanza la imaginación. Entonces se dio cuenta de que alguien la observaba y la niña se acercó curiosa a ver quién era aquel desconocido ser que se hallaba al otro lado de los barrotes.
El pillo, explicándole de dónde venía, preguntó a la extraña jovencita qué era aquel jardín y, de una manera natural que sólo se da en los corazones inocentes, enseguida se hicieron amigos. Ella le habló sobre el palacio, aunque se centraba sobre todo en los juegos que ella imaginaba mientras pasaba el tiempo en su jardín, porque como era la princesa y la única niña de palacio, todo aquel fastuoso campo era suyo y siempre jugaba sola allí, sólo con la eventual presencia de un ayuda de cámara que apenas ponía el pie en la hierba más que para avisarla de que tenía que irse a comer o a realizar alguna de las labores palaciegas que tanto la aburrían y de las cuales apenas quería hablar. En cambio, mostraba un enorme y claro interés en escuchar al pillo hablar del mundo que existía más allá de los barrotes, al otro lado de la verja que la clausuraba en su jardín, entre flores y cuidados primorosos, pero sin ninguna emoción más allá de las que ella imaginara. En todo el tiempo que pasaron hablando y riendo, la pequeña princesa se deleitaba con las historias de cómo había visto un día a dos gatos pelearse por media raspa de pescado, lo cual derivó en una guerra de proporciones catastróficas con duelos acrobáticos, miradas intensas y todo el furor del que sería capaz cualquier gato al borde de la hambruna, pero que en la mente de la chiquilla se mostraba como la más noble y emocionante aventura que hombre alguno pudiera figurarse; o de la vez que el pillo se había infiltrado entre la multitud para birlarle la cartera a un opulento mercader que parecía estar hecho de jamones, con un bigote tan grueso y tan pulido como las alfombras que traían a los puestos cuando se acercaba la estación fría. Aquel mundo de emoción y aventura existía fuera de palacio, pensaba, y el pillo también se daba cuenta, a través de la extraña niña, de que su mundo y el de ella no eran como él podría haberse imaginado, una jerarquía absoluta en la que unos gozan de todo y otros no poseen nada. Su mundo era, a ojos de la joven princesa, el mundo de la libertad.
– Llévame – le dijo ella.
– ¿Estás segura? – respondió él, ante lo que se encontró con una mirada indescriptiblemente convencida en los ojos de una niña de once años, como eran los que ella tenía.
– Claro, yo también quiero conocer tu mundo. Me muero de ganas de que me lo enseñes.
En ese momento, la voz del ayuda de cámara rechinó en los muros y se abrió paso hasta el confín de los jardines, donde hizo estremecerse a los propios barrotes de la verja. Era la hora de irse.
– ¡Prométemelo! – exigió ella – Prométeme que un día me llevarás.
Mientras decía esto la princesa, unos guardias armados estaban acercándose a la niña para agarrarla y llevársela nuevamente dentro de los muros de palacio, lejos de chusma como aquel golfillo cubierto de suciedad. Mas según era arrastrada, la pequeña no dejaba de gritar entre sollozos:
– ¡Prométemelo!
Habían pasado los días y el pillo se las ingenió nuevamente para volver a la verja, al otro lado de la cual seguía estando aquel suntuoso jardín lleno de aromáticas flores, pero no veía, por mucho que se esforzaba en ver, la figura de la pequeña princesa.
Entonces, algo salió bajo las flores que lo asustó. Cayó de culo en las húmedas baldosas y, cuando se repuso del tremendo susto, vio a la niña al otro lado de la verja riéndose como una loca. A él no le hacía ninguna gracia; después de todo, se había mojado los pantalones... y ésos tenían que durarle todo el inverno, no sólo de este año, sino de los venideros.
Una sonrisa apareció en la, por lo general, mugrienta cara del pillo, se levantó despegando el culo de los adoquines y se dirigió a la pequeña princesa:
– ¿Estás lista?
Ella asintió y, sin pensarlo demasiado, extendieron el brazo hasta que se tocaron ambas manos y, de un tirón, la princesa salió por la verja al otro lado como un ratón.
– Ahora, ¿qué quieres hacer primero? – le preguntó el pillo.
Absorbiendo cada impulso que llegaba en forma de nueva emoción, la decidida y feliz jovencita respondió, rebosante de vida.
– Marca el camino, yo te seguiré.
De este modo comenzaron las correrías de los dos pequeños fugitivos por los suburbios de la prosperante ciudad, siempre regresando a la joven a su verja a la hora en que el ayuda de cámara acostumbraba a hacerse rechinar por el palacio. Esta curiosa práctica produjo tanta alegría al delicado corazón de la jovencita que acabó convirtiéndose en una práctica recurrente, la cual acabaron practicando cierto día de cada mes, luego todas las semanas y al final prácticamente todos los días, costumbre por otro lado de la que no se enteraba ninguno de los del palacio, poco acostumbrados a enterarse de lo que sucedía al otro lado de la ciudad si no era referente a los beneficios monetarios que, por otra parte, sí era costumbre que se hicieran notar de una forma cada vez más acostumbrada y notoria. A eso de los quince años, la princesa salía del palacio a escondidas todos los días para verse, al menos una hora, con el pequeño pillo, que se había convertido en honorable ladrón y amante de la hermosa joven, más ahora que cualquiera de las flores de su jardín. Mientras, la prosperidad continuaba inundando cada vez más la isla, mas le era ajena a la vida que el ladrón llevaba con la princesa: ellos habían preferido la libertad.
Un día, el cual en estas circunstancias acaba llegando de manera natural, pues es conforme a la naturaleza de los seres humanos, la princesa empezó a percatarse de que algo que normalmente sucedía había empezado, de hecho, a no suceder. Era el síntoma de que estaba embarazada y esperaba un hijo. En un principio pensó en no decírselo a nadie, pero antes de que se diera cuenta era posible que otros menos indicados también lo hicieran, así que ese día ambos amantes tuvieron que tomar una importante decisión.
– No puede enterarse nadie – decía ella –, si lo hacen también descubrirían todo lo demás. A ti seguramente te matarían y yo no podría volver a pisar el mundo fuera de esta verja... pero la peor parte se la llevaría nuestro hijo, pues nunca conocería la libertad.
Ante la mirada sollozante de la desdichada joven apareció, como por primera vez, la mano abierta del ladrón. Pero, esta vez, tenía otro significado.
– Ven conmigo. A vivir. Te esconderé hasta que todo pase... y podremos tener a nuestro hijo.
Aquella mano invitadora despertaba un impulso, un coraje anterior al hombre que ahuyenta al miedo y vence a la muerte. Él le había mostrado la libertad y ella había conocido y amado esa libertad junto a él. Ahora había llegado el momento de mirar hacia delante una vez más. No importaba el hambre, no importaban la miseria ni la enfermedad; ambos elegirían siempre la libertad en lugar de esclavizarse ante la codicia o las leyes humanas, tan injustas y arbitrarias como húmeda es la lluvia, frío el invierno y caliente el pan recién hecho.
– ¿Estás lista? – le dijo una vez más.
Y la respuesta fue un sí.
Después de aquel día, la vida para ambos amantes proscritos había cambiado, cuando menos, un poquito. Las primeras dos semanas fueron un poco una locura, porque al momento en que la princesa desapareció del palacio se dio la señal de alarma y ése fue el tiempo en que estuvieron rastreando la ciudad en busca de la insospechada fugitiva. Pero, como los guardias nunca miraban en los callejones y ninguno de los dos salía de allí, tampoco acabó siendo para tanto. Luego, según iban pasando los meses y el embarazo se hacía notar cada vez más, el joven ladrón se veía obligado a hacer alguna incursión extra en el mercado para mantener a su familia, aunque para volver a casa siempre se preocupaba de trazar rutas engañosas y tomar todas las precauciones posibles y casi alguna imposible para evitar cualquier posibilidad de que lo siguiera algún indeseable demasiado curioso y avispado. La casa era una carreta de gitano que el ladrón había usado como refugio desde que era un pillastre y que ahora servía de hogar a él y a su esposa, la cual permanecía siempre en su interior por miedo a que alguien la reconociera, abrigada con una mantita rosa de encaje que había traído consigo el día que se escapó; pero no del palacio, sino que habían birlado a un comerciante aquel día... habría sido una locura llevarse nada del palacio más allá de lo que llevaba puesto; lo cual, por otra parte, habría sido una locura dejarlo. De este modo, muy racionalmente y tomando toda precaución posible, el improvisado matrimonio sobrevivía de lo sobrante en la ciudad mientras esperaban que naciera su pequeño milagro de vida.
Y no hablamos, o más bien no hablaba el hechicero, que es quien todo esto contaba, solamente en sentido figurado de la vida que milagrosamente se habían labrado, sino de su hijo, un niño de oscuros cabellos y limpia mirada que se convirtió enseguida en el foco de sus amores, iluminando el carro con sus llantos y sus risas y encendiendo aún más la alegría de aquel tan dichoso hogar. Pero, aunque todo había salido bien para la madre, su frágil estado de salud la impedía salir de casa muy a menudo y la inquietud que aún sentía de que la encontrasen allí hacía que se quedara siempre, aún cuando podría salir. Ello agravaba aún más su estado de salud, al no hacer ejercicio ni respirar el aire del exterior durante nueve meses y los cuatro años siguientes que estuvo aguantando las ganas de salir, lo cual empezó a ser especialmente duro cuando incluso el pequeño se iba a faenar a veces con su padre, o a observarle al menos, y ella tenía que pasar más tiempo a solas con sus pensamientos.
– Volveremos enseguida – decía el ladrón –, si conseguimos alguna medicina enviaré al niño a que te la traiga lo antes posible.
– ¡Pero yo quiero quedarme con mamá!
– Déjale hoy que se quede, amor... Aún es muy pequeño.
– Es cuando uno es pequeño cuando se aprenden los mejores trucos – decía el ladrón –. Además, no sabes bien lo útil que es un niño pequeño en este arte. Cada vez llega más comercio, tendría que haber medicinas fáciles de conseguir...
– Eso no importa, amor... deja que el niño se quede.
– De acuerdo – y agachándose se dirigió al pequeño –. Amigo, quédate cuidando a mamá, ¿vale? Otro día te enseñaré el truco del almendruco.
– Yo ya sé coger monederos – decía el chavalín con una amplia sonrisa.
– ¡Qué bien! Mira qué listo eres – a lo que el pequeño se giró recibiendo con orgullo inocente las alabanzas de su madre, volviendo a girarse en cuanto oyó la cálida voz del papá.
– Pero este truco es mucho más impresionante. Yo tardé muchos años en dominarlo... pero verás qué rápido lo aprendes cuando te lo enseñe. Hale, hoy toca jugar con mamá – y volviendo a erguirse, se inclinó hacia la muchacha del carro –. Adiós, vida. ¡Volveré pronto!
– ¡Adiós, papá!
– Hasta pronto, mi amor – decía ella observándole mientras agitaba suavemente la mano para despedirle. Claro que hoy tenía el privilegio de gozar de la presencia del pequeño aprendiz de golfillo, el cual ya estaba inmerso en su mundo de inocente fantasía persiguiendo un gorrión que intentaba comerse una corteza de pan rancio que había en el suelo.
Y estaba ciertamente lejos de ser un embuste el amor que el honorable ladrón sentía por su mujer y su pequeño hijo, un amor que llenaba por completo sus pobres vidas; era este sentimiento uno que no podrían experimentar nunca aquellos que prefieren amar al dinero y entregan sin pensar su corazón al poderoso caballero amarillo. Pero la libertad que habían soñado no era la misma para la hermosa muchacha, a la que el miedo a ser encontrada aún mantenía encadenada a la modesta morada, con su pequeño como único consuelo y alegría. Ella no era poca, pero echaba de menos andar por las calles, una libertad que la naturaleza parecía querer haberle negado en pago por los excesivos dones que de la naturaleza y la vida había recibido. Viendo al niño correr inocente al paso de la estación, la joven madre pudo reunir suficiente valor como para, olvidando la excusa de su enfermiza salud, aventurarse a poner nuevamente los pies fuera del confortable carro en que había permanecido tanto tiempo impasible.
Y tal día como este, en el que había salido a jugar, cuando el niño oyó, mientras volvía a casa por uno de sus caminos secretos, algo tan desgarrador que hizo que acelerase la carrera, intentando no caerse por el ímpetu de su premura. Después de girar, al entrar justo en el callejón, pudo ver cómo los guardias de palacio se llevaban a su madre, mientras el buen ladrón recibía de cuatro de ellos el justo castigo por intentar salvarla. Mientras dos lo tenían sujeto, otro le propinaba garrotazos y patadas en la barriga, y uno lo miraba displicente abajando su cabeza cada vez que intentaba, completamente en vano, defender a la princesa de sus impíos secuestradores.
– ¡Soltadla! ¡¡Dejadla, maldita sea...!! ¡AAAAAAARGHHH!
– Silencio, ladrón – decía uno de los guardias –. Una escoria como tú no tiene derecho alguno a tocar a la reina.
– Se te acusa de secuestro y retención ilegal de un miembro de la realeza – sentenciaba otro dando escasa vida a sus palabras –. Ya sabes lo que hay.
Acompasado por los aullidos de auxilio de la joven extirpada de su hogar, al ladrón parecía que le fueran a estallar todas las venas del cuerpo, mientras el corazón del pequeño retumbaba con ritmo inquietante, tanto que ensordecía el entorno. Uno de los guardias debió girarse en ese momento, cuando el buen ladrón dejó de apuntar su frustrada ira y ansias de justicia hacia ellos y lanzó un grito en dirección al pequeño:
– ¡¡¡Huye!!! ¡¡¡HUYE!!!
El sonido retumbó en los oídos del chico hasta invadir todo el espacio de su joven mente. Con toda la agilidad de que fue jamás capaz un niño de esa edad, corrió hasta escabullirse del soldado que, en vano, intentó darle alcance con su arma en la mano. El llanto desesperado de la joven madre aún reinaba en los callejones, hasta ese momento, como ahora, ajenos a las multitudes de la vía principal de la ciudad.
Interrumpiendo su suspiro de alivio, uno de los guardias volvió a golpear al ladrón en la cabeza.
– Tú también te vienes con nosotros...
Seguramente inspirado por el peligro inminente, el buen ladrón fue capaz de, en un arrebato de fuerza sobrenatural, reunir energía suficiente como para librarse de sus captores y embestir al que tenía frente a él haciéndolo caer en el suelo encharcado, acudiendo entonces como un rayo salvaje de indómita potencia al rescate de su esposa, infundido del inmenso amor que por el otro sentían.
Por desgracia aquel acto heroico alcanzó un final prematuro, cuando el arma del guardia que había quedado en pie hundió su reverso contra las costillas del fugitivo. Un segundo golpe, en la nuca, que le hizo perder por completo el sentido, puso fin a cualquier otro intento de fuga.
El alarido de la princesa debió hacer eco en todos los rincones del océano.
– Espero que te sirva de lección, aunque bueno... – el guardia carraspeó disimuladamente – Venga, vámonos.
Acompasadamente los guardias que quedaban empezaron a llevarse a rastras al buen ladrón, olvidándose por completo de lo que había sido del crío. El pequeño raterillo no había ido demasiado lejos en su apresurada y no planificada huida... y ahora estaba decidido a actuar. Un único pensamiento existía en él y era que tenía que rescatar a sus padres cuanto antes.
Aún estaba a tiempo, pero no pasaría mucho antes de que fuera completamente incapaz de seguir la pista a los soldados de palacio. Corrió y corrió por las calles principales que daban al otro lado del callejón, atravesó lo que él llamaba sus pasadizos secretos, imaginándose ahora dónde estaría la guardia. Unas veces la gente tropezaba con él sin darse cuenta, retrasándolo en su carrera, mientras que en otras la sola presencia de un gran número de ellos le impedía seguir correctamente la pista; entonces acababa corriendo en cualquier dirección desesperadamente, intentando encontrar de nuevo la imagen de los cascos de la guardia elevándose por encima de la multitud, a veces a su izquierda, otras abajo, por donde creía que podrían estar o en un lugar donde no lo esperaba en absoluto. Dejando un rastro de aire corría el pequeño ladrón, las lágrimas negándose a abandonar sus ojos llenos de rabia y determinación, persiguiendo sin cesar aquello por lo que ahora se veía a sí mismo poseído por una fuerza ancestral y profunda, aquélla que abre camino. Ajeno a la fatiga o a las raspaduras de las rodillas seguía atajando camino, convencido de que al final conseguiría atraparlos.
Aquellas calles parecían conducir a lugares infinitos y desconocidos. La ciudad que antaño le resultara tan familiar, ahora se había vuelto una telaraña insoportable, una pesadilla que no quería abandonarle en la eternidad de aquellos instantes. Entonces pensó, por primera vez un pensamiento había conseguido alcanzarlo y era que tenía que llegar hasta el palacio. Estaba seguro que allí tenía que encontrar a sus padres.
Una vez hubo empezado a recorrer el camino, al primer paso cayó al suelo de repente. Las calles estaban turbias, no era capaz de ver nada y al mismo tiempo todo se movía de forma extraña. Había llegado inevitablemente al límite de sus fuerzas.
Cuando despertó no sabía el tiempo que podía haber pasado, sólo que todavía era de día. Se levantó confuso y con apenas fuerzas para caminar. Y en realidad no se acordaba muy bien acerca de qué había estado haciendo o dónde estaba. Por algún motivo, la ciudad estaba distinta, aunque no sabía en qué. Caminando despacio, ya que le era imposible correr sin caerse de narices, llegó a una zona cercana al palacio real. Allí encontró a mucha gente dirigiéndose a un mismo lugar, todos yendo en la misma dirección. Su interior se estremeció de repente cuando, por el rabillo del ojo y en la lejanía, detrás de toda aquella multitud, un casco de la guardia apareció momentáneamente.
Como era muy pequeño, no le era difícil pasar por debajo de las piernas de la gente para ver lo que pasaba. Había llegado al lugar donde todos se habían detenido, una gran masa de gente observando hacia el mismo sitio, en mitad de la plaza. Se oían murmullos y extraños gritos, que el niño no identificaba con una emoción concreta. Cuando llegó finalmente al fin de la maraña de personas se encontró una valla que impedía el paso y, al otro lado, en la lejanía, aún más gente. En aquel instante, el niño pudo ver qué era lo que había traído a la multitud, y a él, a ese lugar concreto de la ciudad, porque allí... allí estaba, expuesta, la cabeza de su padre.
En ese momento, un poderoso grito irrumpió en el ambiente como una estampida:
– ¡¡Aquí eeeeeeeestá la cenaaaaaa!!
Los que habían estado escuchando la narración del hechicero se giraron automáticamente hacia Rekhinor, quien volvía con un par de pájaros en una mano y un curioso pez de cierta talla colgado del hombro.
– Oye, ¿por qué me miráis todos? – se extrañó el marinero, un poco asustado al ver la expresión siniestra en los ojos de uno de ellos.
– Kanth nos ha estado contando un cuento para dormir – sentenció Hakon muy alegre.
Esto provocó la inmediata risa de Kradenhur, que casi vino acompañada de unas cuantas lágrimas.
– ¡HAHAHA! – carcajeaba sin intentar disimularlo – Me cae bien este discípulo, ¡un cuento para dormir! ¡Ya sabes, Kanth! ¡Qué bueno, hohoho...! Ay... Definitivamente me alegro de haber venido...
Rekhinor se sentó entonces con los otros mientras se disponía a pelar los pollos y el pescado para ponerlos al fuego.
– ¿Y qué pasó después? – preguntó con interés nuestro aspirante a caballero.
Kanth se recolocó el trasero en su piedra y suspiró como normalmente solía.
– Cuando pasaron algunos años, la isla acabó por hundirse en el océano debido al peso de todo el oro y las riquezas que sus habitantes habían ido acumulando; un justo castigo a los codiciosos. Unos pocos fueron lo suficientemente avispados para hacerse a la mar y de ellos desciende la raza de los occidentales. En lo que respecta a la princesa, no se sabe con certeza lo que fue de ella, aunque se dice que murió recluida tras los muros del castillo. Y se acabó...
– ¿Cómo? ¡¿Ya está?!
– Ya está – y levantándose el siniestro hechicero puso fin a su relato, dejando a Hakon con la boca entreabierta, quizás por curiosidad o porque la cena empezaba a echar un olor interesante al estómago – Voy a comprobar nuestra posición, silbad si vienen enemigos.
No parecían tan atentos a alertar sobre la presencia de extraños como lo estaban a las gotitas que caían de la carne, pero habían sido una serie de jornadas extenuantes y apenas habían comido unas migajas, así que en cierto modo era normal. El hechicero se había alejado hasta encontrar algo parecido a una posición elevada desde la cual otear el horizonte, aprovechando un momento de tranquilidad para reflexionar sobre su viaje. Mientras estaba ensimismado, vio cómo otra sombra se unía a la suya.
– No era así como yo la recuerdo – dijo la voz del viejo elfo –. Creía que a tu madre se la llevaron primero y a tu padre al día siguiente. Sin olvidar la paliza que te pegaron los guardias...
– Las historias van cambiando con el paso del tiempo – replicó el hechicero – hasta que al final no importa qué versión era la correcta. A su modo, todas lo son; lo importante, lo que permanece, es el mensaje que éstas quieren transmitir a la siguiente generación, su legado... Eres un gran maestro, Kradenhur, pero tú y yo pensamos de un modo muy diferente.
– ¡Hahaha! Es posible, es posible... pero no somos tan distintos. En realidad, tenemos más en común de lo que te gustaría admitir.
– No estoy yo tan seguro de eso, viejo – replicó Kanth –. Oye, si tantas ganas tienes de conocer la historia original, ¿por qué no la miras en tu copia del Hikawachikón, eh?
– Anda y vete a cagar, estúpido discípulo... ¿Crees que el que la hizo se iba molestar en buscarte a ti?
Se oyó un silbido detrás de los dos.
– ¡Oíd, que se os va a acabar la cena!
– ¡¿Para qué hablas, atontao?! Shhhhhh...
Ambos supervivientes de la pasada Era se miraron con cierta complicidad.
– Pues habrá que ir – dijo el druida.
Unos rumores decían que el famoso hundimiento de la Isla de Occidente, que había marcado con hondura los corazones de las gentes a comienzos de la Segunda Era de la Humanidad, había recibido el empujón de una figura sombría envuelta en el más absoluto misterio. Y que, desde aquel entonces, ese aliado de las tinieblas había pasado a conocerse con el nombre de “el Destructor”3. Aquel niño que, siendo tan pequeño, ya se veía desamparado en un mundo marcado por la codicia, y que yendo a cometer su primera fechoría en solitario, se encontró que la cartera que había intentado robar pertenecía a un poderoso y amable hechicero elfo que enseguida lo aceptó como discípulo, enseñándole las prácticas mágicas ajenas a los humanos y reservadas tan sólo a la raza de los vientos. Llegaría el momento en que Kanth revelaría ésta y otras aventuras a su inexperto discípulo, pero no sería en aquel momento ni tampoco en aquel paraje desierto; habría que esperar algún tiempo más hasta que Hakon conociera el oscuro pasado de su amigo hechicero y hasta qué punto estarían ligados sus destinos de aquí en adelante.
– Un par de días al Este de camino están los bosques – anunció Kanth mientras se aseguraba su trozo de cena –; cuando lleguemos allí, las tropas de caballeros no podrán seguirnos el rastro.
– ¡¡Vivaaaa!! – brindaron a la par Hakon y Rekhinor en un súbito brote de euforia.
– No he acabado de hablar... Faltan dos días de camino, así que iremos el triple de rápido para llegar allí mañana antes del atardecer. No sea que nos coja el toro...
Hakon se sintió desfallecer tan de repente como hace un momento se había sentido lleno de energía. Aquel viaje le estaba deparando multitud de sinsabores, aunque ninguna de aquellas experiencias se las habría imaginado hace no tanto tiempo, cuando aún estaba viviendo tranquilamente en su pueblo, sólo soñando con ser caballero. Ahora, por una curiosidad bastante irónica del destino, tenía la oportunidad de ser un héroe y ni los peores sinsabores podrían apagar la pasión que aún estaba viva en su alma y se mantenía con cada nuevo día de aquella aventura.
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1La 1ª Era (o Era Antigua) termina con la diáspora humana o así parece indicarse. Tal es así que cada pueblo o lugar pudo ver terminada esta Era en un momento diferente y por eso tiene igualmente sentido que lo que para unos sea 1ª Era, para otros ya fuera la 2ª (por ejemplo, los habitantes de Occidente tuvieron necesidad de hacer una diáspora cuando se hundió su isla, cosa que pasó después de la matanza élfica del conde Norman y por supuesto muchísimo más tarde que la expulsión de los demonios; de ahí que, a pesar de que Kanth no sea exactamente de la 1ª Era, sí lo sea en ese sentido, además de que su filiación con Reisen y Kradenhur en cierto modo lo convierte en un “hijo espiritual” de la Era Antigua).
2Aunque en la historia Kanth hable del palacio real, la princesa, etc., es posible que traduzca estos términos a un lenguaje que Hakon (o sus oyentes de la 2ª Era) puedan entender y que en realidad se esté refiriendo a un arconte en vez de un rey.
3`O Diaphtheíron.
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